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En cierta ocasión, un forastero llegó a la capital de un remoto lugar. Había viajado largo tiempo en busca del tesoro que, según la leyenda, se encontraba oculto en algún lugar de aquellas montañas. Como no sabía por dónde empezar, se dirigió a un mercader con aspecto honrado con el fin de conseguir alguna información sobre la posible ubicación del tesoro. El mercader le proporcionó un mapa en el que estaba indicada una mina de oro, le vendió un equipo completo de minero y, con todos sus pertrechos, el forastero partió en busca de la mina.
Pero resultó que el filón estaba agotad hacía tiempo, y las vigas carcomidas hacían que las galerías fueran una verdadera trampa mortal. El forastero, chafado y resentido –pero aún no escarmentado- regresó a la ciudad en busca del mapa “verdadero” que le llevaría a dar con el tesoro.
Así conoció a un venerable anciano que le indicó un recóndito lugar tras las lomas más apartadas asegurándole que allí encontraría el tesoro que buscaba. Esta vez, el forastero decidió confiar en el anciano no sólo porque su rostro irradiaba nobleza sino que, además, había rehusado a cobrarle nada por la información.
Una vez llegado al lugar, el forastero se encontró con que paraje era de lo más inhóspito y hostil, por lo que sintió el impulso de renunciar a la busca del tesoro para regresar a su tierra de origen, a vivir de las limosnas que sus paisanos tuvieran la caridad de entregarle. No obstante, la convicción del anciano en sus indicaciones lo animó a intentarlo cuando menos.
Comenzó por desbrozar el ramaje para hacerse con algo de leña para encender un fuego con el que calentarse. Al día siguiente, decidió talar algunos árboles para construirse una pequeña choza en la que cobijarse. Un poco más adelante, decidió aprovechar el terreno que había limpiado de ramaje para plantar una huerta sencilla para atender a sus necesidades de supervivencia y, un tiempo después, decidió transformar la choza inicial en una bonita casa de troncos a la que le añadió un corral para criar algunos animales domésticos y también sembró cereales y comenzó a elaborar su propio pan.
Pasaron nieves y calores, sequías y lluvias y el aventurero, ocupado en sus faenas, llegó a perder la noción del tiempo.
Un día alguien llamó a su puerta: Era el anciano que le había indicado aquel lugar. El forastero lo invitó a entrar y compartió con el viejo su pan.
- Ha pasado mucho tiempo desde que te indiqué este lugar –dijo el anciano-.
- He estado tan ocupado que he perdido la noción del tiempo.
- Veo que has limpiado mucha maleza –continuó el anciano-. Y has talado muchos árboles.
- He trabajado para instalarme con un mínimo de comodidad. También he sembrado lo que necesitaba para mi alimento.
- ¿Y has encontrado, por fin, el tesoro que habías venido a buscar?
El antiguo buscador de tesoros miró pensativo al anciano que le había hecho la pregunta con un cierto aire pícaro. Luego, sonrió mientras paseaba su mirada por el nuevo paisaje que se extendía a su alrededor: tierras roturadas, prados, sembrados, corrales, árboles frutales, una casa acogedora, un paisaje suave. Por último, volvió a mirar al anciano y le respondió agradecido:
- Por supuesto, este el tesoro que tú sabías que me estaba aguardando.
 

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