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LA SENDA DEL MONJE, LA SENDA DE LA "SAMURAI"




Tras el saludo al sol, el monje prendió la barra de incienso, adoptó la postura del loto y entrecerró los párpados. Buscó el vacío de su mente para, así, llenarse con el poder de las energías sutiles del cosmos. Inspiró…un, dos, tres, cuatro, y espiró el aire de sus pulmones; inspiró… un, dos, tres, cuatro… y espiró procurando disolver en el vacío el contenido de su pensamiento para llegar a hacerse uno con el todo absoluto.

Absorbió la vibración del gong que marcaba el final de la meditación y, lentamente, para no deshacer el camino de calma y plenitud que había recorrido, tomó del cajón el mala de ciento ocho cuentas para contar las repeticiones del mantra de las seis sílabas sagradas, “om mani padme hum” que parecían prolongar en su interior la vibrante armonía del gong gigante que marcaba, inexorable, las transiciones de la jornada.

Comió su escudilla de arroz con vegetales y dedicó la tarde a instruir a los jóvenes novicios que aspiraban a vestir con dignidad la túnica azafrán que los distinguiría como monjes, peregrinos como él mismo, de la senda de la virtud: inspirar, uno, dos, tres, cuatro, espirar, om, mani, padme, hum, uno, dos, tres...

Al caer la noche, cuando silencio llenaba todo el monasterio, contempló el firmamento estrellado, aspiró los aromas del valle y no pudo evitar que una lágrima rodara por su mejilla desde el propio sentimiento de vacío que había ido creando a lo largo del día y se preguntó, por enésima vez, si realmente sería aquel el sendero de la virtud.



En cuanto sonó el despertador, la mujer saltó de la cama para preparar los zumos y levantar a los niños. Preparó los desayunos y los bocadillos para el recreo. Los mayores cogían el autobús, pero al pequeño tenía que llevarlo a la guardería en el coche antes de ir ella misma al trabajo.

Peinó al uno, buscó el jersey que le faltaba a la otra, y le recordó al mayor que se pasara por la tienda al volver del instituto para comprar el pan para la comida.

Uno, dos, tres besos y la jornada, apenas empezada, iba ya a pleno ritmo. No le iba mal en el trabajo, pero necesitaba el ascenso. Tendría que preparar el examen correspondiente; ya vería ella de dónde sacaba el tiempo. También le preocupaba la niña; parecía estar flojeando en los estudios; habría que pedir una entrevista con la tutora... un apunte nuevo en la agenda.

A la hora del café aprovechó para hacer unas compras que necesitaba y, de paso, telefonear al dentista para el pequeño. Al pasar por el escaparate de una tienda, tomó nota mentalmente de los precios de las rebajas: los niños necesitaban renovar equipo y a ella no le vendrían mal unos zapatos para el invierno.

Por la tarde, en casa, revisó los deberes de los tres y, durante la cena, comentó con cada uno de ellos sus pequeñas cosas. Una vez que los tres se hubieron acostado, la mujer se asomó a la ventana del salón. Las luces de la ciudad parpadeaban inquietas, tanto como ajetreada había sido su jornada. Sin embargo, ella se sintió feliz. Mañana iba a tener otra intensa jornada por delante pero eran esos días intensos los que la hacían sentirse plenamente viva.







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