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EL CLON

Justo a tiempo. El paquete había llegado con la puntualidad prometida y, por lo que iba viendo a medida que cortaba tiras de papel adhesivo, desprendía solapas de cartón y rasgaba plásticos de burbujas, el contenido tampoco parecía desmerecer las expectativas: Era su clon, su doble perfecto en imagen y textura. De no ser porque él sabía que aquello no era más que una máquina desactivada por el momento, podría haber jurado que se trataba de su hermano gemelo.
Al principio se pensó que podía ser un timo. Le aseguraron que aquella máquina robot se haría cargo de las tareas más penosas, de los trabajos más fastidiosos mientras él podía seguir, tranquilamente, dedicado a sus hobbies o a su descanso. Y que haría todos los encargos como si se tratara de él mismo, con su mismo estilo, solo que... con un grado de perfección mejorado.
Lo que lo había convencido, finalmente, fue el tema del precio. Le aseguraron que el precio de venta al público sería una cifra seguida de muchos ceros. Algo fuera del alcance de las clases medias, e incluso de las clases medio-altas. Un lujo reservado exclusivamente para las élites más selectas. Sin embargo, él podría hacerse con un clon personal a cambio de firmar un contrato por el que se comprometía a realizar un informe periódico del rendimiento del robot. En definitiva, se trataba de realizar un estudio detallado del comportamiento de la máquina antes de lanzarla al mercado a su precio de venta auténtico.
Y, así, había aceptado pasar por todos aquellos tallajes psicométricos y antropométricos. El clon tenía que resultar lo más parecido posible a su propietario. Se había sometido a incontables tests de personalidad, de conocimientos generales, a inacabables pruebas físicas y médicas, genéticas y de ingenio, de creativdad, de liderazgo y de temores fóbicos. La máquina tenía que estar dotada con la capacidad de mejorar lo mejorable y eliminar lo indeseable de su dueño.
Le habían asegurado que el clon, programado ya con buena parte de sus contenidos mentales, tenía la capacidad de aprender y experimentar sensaciones. La duda que les quedaba a los creadores era si el robot podría llegar a desarrollar sentimientos.
Cuando lo hubo desembalado comenzó a vestirlo. Se estremeció al contacto con la piel desnuda de su clon. La sensación era de carne tibia y piel tersa, como si se tratara de un ser real. Y él experimentó un sentimiento entre el horror y la ternura; entre la repugnancia del tacto del monstruo de Frankenstein y el confort del abrazo de un hermando muy querido. Siguió adelante con la faena de colocarle la ropa mientras el robot parecía ir despertando de un profundo sueño.
...
Había decidido empezar a probarlo con tareas sencillas. Como la tarde estaba lluviosa y él no tenía ganas de enfriarse, había enviado al clon a hacer la compra mientras él se quedaba en casa, bien calentito, leyendo la prensa. Cuando el robot estuvo de regreso en el apartamento, le aplicó el "protocolo de comprobación de funciones":
¿Alguna dificultad para realizar los encargos? ¿Qué tarea le había resultado más complicada de ejecutar? ¿Había tenido que dejar en suspenso alguna de las asignaciones? ¿Qué era lo que había sentido? ¿Qué nuevos elementos había programado en su banco de datos?
Era el procedimiento habitual. Cada semana, los encargados del seguimiento de clones recogían los datos para realizar los ajustes pertinentes.
El clon, como era de esperar, no había tenido ningún problema, todas las tareas habían sido ejecutadas satisfactoriamente y en la memoria cibernética del robot había ahora nuevos datos sobre recorridos optimizados para acceder a las tiendas habituales en las que solía realizar la compra de la semana.
Una cosa le había resultado chocante al propietario del clon: el robot había iniciado su informe con el tono de voz estándar, propio para esa función, neutro e impersonal, pero había incurrido en una especie de quiebro afectivo cuando pasó a informar de sus sensaciones al ejecutar la tarea:
"He sentido el agua fresca resbalando por mi cara" -había declarado el clon con una especie de estremecimiento de agrado-. "La sensación ha quedado programada"
Y así había concluido su informe. Por una especie de intuición de peligro, el propietario había decidido no incluir su apreciación en el informe que tenía que pasar a la empresa. Seguramente no era más que una falsa alarma. El clon iba de maravilla.
Poco a poco, a medida que el clon demostraba sus buenas aptitudes para otras muchas funciones, su propietario le fue pasando nuevas responsabilidades cada vez más complejas: hacerse cargo del partido de tenis que tenía que jugar el domingo, atender al cliente pelmazo que planteaba más reclamaciones que pedidos...
Y siempre, el protocolo de comprobación de funciones parecía articularse en dos apartados bien diferenciados: el informe objetivo de las acciones realizadas por el clon y el comentario subjetivo, más apasionado, de lo que parecían ser las vivencias personales que el robot descubría en cada nueva tarea:
"He perdido el partido de tenis. El rival tenía más control técnico del juego. He programado mejoras en el manejo de la raqueta" -el informe objetivo incluía la puntuación de los juegos-. "He sentido latir mi corazón con fuerza. Deseo volver a enfrentarme a ese rival para tratar de vencerlo".
"He realizado la visita programada al cliente descontento. He escuchado sus quejas. Le he propuesto tres posible soluciones. El hombre me ha escuchado, me ha dado las gracias y me ha estrechado la mano... Deseo probar mis nuevas competencias con otros clientes quejosos..."
Al final, siempre aparecía aquel sutil toque afectivo, impropio de una máquina programable: Pundonor, satisfacción, orgullo, rabia... la gama de afectos parecía ir progresando en consonancia con la complejidad de las tareas asignadas.
... ...
Poco a poco, los papeles se habían ido cambiando: el robot había tomado el protagonismo de la vida de su dueño mientras este se estaba limitando al papel de un espectador ansioso de las novedades que cada día le detallaba su camarada cibernético. Día tras día, el propietario del robot parecía estar desdibujándose en el panorama de su propia vida, como el paisaje, velado por la lluvia, que en aquel momento contemplaba a través de los cristales empañados de la ventana.
Recordó que una tarde como aquella había abierto el paquete para desembalar el clon. Que, por evitarse una mojadura, había enviado al robot a hacer los recados. Y constató que, sin darse cuenta, en él había ido delegando el esfuerzo, las luchas, las amarguras, los desencantos que forman parte de la vida.
Se apartó de la ventana y se volvió hacia el centro del salón. El clon estaba a punto de salir a hacerse cargo de la compra, como correspondía al día de la semana. Él lo detuvo con un gesto:
"Hoy haré la compra yo mismo. Tú quédate en casa y descansa. Quiero recordar cómo se siente la lluvia resbalando por la cara, el ajetreo del supermercado, el olor de la fruta y la sensación de frío calándome los huesos... Por cierto, tal vez el domingo vaya yo a jugar el partido de tenis. Quiero probar el toque de revés que tú me has comentado. Y en cuanto al trabajo, ya veremos. Tal vez me puedas dar algún consejo para tratar a aquel cliente del que hablamos..."
Y, tal vez fue sólo una impresión. Pero un observador neutral hubiera podido asegurar que el clon se alegró de la iniciativa de su dueño.
Tal vez fuera que estaba intuyendo que, a partir de ahí, en lugar de "protocolos de comprobación de funciones", podrían empezar a ensayar auténticos diálogos sobre la vida y sus misterios...

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