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LAS LECHUGAS MÁGICAS ("CON TODA SU AMARGURA")



Solo. Ahora estaba solo. Paredes desnudas, habitaciones silenciosas,  horas eternas, vacío insondable.

¿Cuántas semanas habían transcurrido ya? Había perdido la cuenta.

Al principio, no era consciente de la situación. Era como cuando le tocaba quedarse a cargo de la casa los fines de semana mientras ella iba a visitar a sus viejos en la residencia. Le dejaba la comida preparada, la ropa planchada, los zapatos relucientes y una nota con las cosas que tenía que atender durante los días que ella iba a estar ausente: regar las plantas, descongelar el filete, sacar la basura, apagar las luces, cerrar la puerta...

Pero ahora no había nota; ni encargos ni esperanza de vuelta. Estaba solo. Y todas las cosas parecían estar ahí puestas para recordárselo: la nevera agotada, la ropa amontonada, las plantas mustias... y aquel vacío que se le expandía por dentro como una lepra silenciosa que lo iba devorando con cada raya que avanzaba el segundero de su viejo reloj de bolsillo.

Aquello era la desesperación. Se lo habían advertido. Miró la caja de pastillas que el médico le había prescrito. Le harían bien; lo harían dormir un rato, olvidarse de sí mismo, de la casa, de las plantas, de la ropa. Sí. ¿Y luego? ¿Volvería a escuchar el sonido de la llave en la puerta anunciando el regreso de ella, la vuelta a la normalidad?

Desesperación. Minuto tras minuto, días tras día, semana tras semana.

Se puso en pie como si levantara una enorme plancha que lo hubiera estado aplastando todo el tiempo. Desesperación. Observó todo el desorden que llenaba la casa. Desesperación.

Con toda su desesperación, llenó de agua la regadera para refrescar un poco las plantas agostadas . Y, luego, se sumió, de nuevo, en el silencio.

Al día siguiente, las plantas habían revivido. Habían erguido los tallos y lucían satisfechas sus hojas estiradas. Pensó que a ella le hubiera gustado verlas con ese aspecto.

Con cierta desesperación, empezó a recoger y doblar alguna ropa que había quedado tirada en cualquier parte para colocarla en el armario. Ahora, la belleza de las plantas destacaba más en la sala ordenada. Pensó que a ella le hubiera gustado ver cómo se iba ocupando de la casa.

Con mucha añoranza, salió a la compra; más que nada, para entretenerse preparando algún guiso y una base de sopa para la semana. El olor de la comida cocinada perfumó la atmósfera espesa de la casa. Los muebles parecieron adquirir vida y las plantas le reclamaron más agua. Pensó que ella se sentiría feliz al ver la casa tan arreglada.

Con su corazón inundado de nostalgia sacó el polvo de los muebles, organizó la despensa y la nevera, se ocupó de no desordenar mucho el armario y, cómo no, volvió a regar las plantas. Pensó que ella estaría contenta de ver la casa así, tan viva.

Mientras regaba las macetas de la ventana, vio a los niños, sentados en la acera, aburridos, hartos de juguetes y sin un plan para llenar la tarde. Recordó los cuentos que ella solía contar a los chicos del barrio en tardes tranquilas como aquella, así que salió a la calle, se sentó con los niños en la acera y les fue inventando una historia:

"Érase una vez un joven príncipe amargado al que los médicos no conseguían poner en cura. Cierto día, acertó a pasar por allí un viejo sabio y, al ver al príncipe tan amargado le dijo: 'Majestad, lo que tenéis que hacer es sembrar lechugas'. Al principio, el príncipe se extrañó de tan extraño consejo. No obstante, con toda su amargura, se hizo con semillas de lechuga y se puso a hacer un semillero. Con toda su amargura, las regó día tras día y, a pesar de toda su amargura, las lechugas fueron brotando. El príncipe, con toda su amargura, trasplantó las pequeñas lechugas y, luego, siguió ocupándose de ellas -con toda su amargura-. Más adelante, cuando las plantas estuvieron ya formadas, empezó a sentir algo parecido a la satisfacción cuando llevó a la mesa los primeros frutos de su esfuerzo. Luego, con lo que le quedaba de su amargura, siguió trabajando en el huerto. Y, poco a poco, los frutos de su trabajo consiguieron ir llenando el espacio que antes había invadido la mala hierba de la amargura".

No sé si a los niños les gustó o no el cuento. Lo que sí sé es que los chavales solían ir a sentarse en la acera, frente a la casa del hombre, cada vez que este se acercaba a la ventana para regar sus macetas.

Y, con toda su añoranza, día tras día, el hombre volvió a inventarles historias. Se le ocurrió que, a lo mejor, a ella le gustaban aquellos disparates que se le iban ocurriendo para entretener a los críos.



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