Seguramente se trataría de un detalle
de la empresa. Ya le parecía a él que no era posible que lo
hubieran despachado así, sin más, en silencio y por la puerta
trasera, después de treinta y cinco años de leales servicios.
Cierto que los tiempos no estaban para grandes dispendios -si lo
sabría él que les había llevado la contabilidad durante toda su
vida laboral- pero una mínima atención, un agradecimiento por los
servicios prestados, era lo menos que se podía esperar.
El paquete no era
demasiado voluminoso pero tampoco tan reducido como para aventurar
que se trataría del reloj. El reloj chapado en oro, con el nombre del
empleado que se jubilaba grabado en la caja; el regalo que él mismo,
como contable, se había encargado de comprar tantas
veces, tantas como viejos compañeros habían alcanzado el retiro
antes que él... Se estremeció con la idea: primero, venía la
comida de jubilación, el reloj a los postres, unas palabras
emocionadas, unos abrazos con sonoras palmadas en la espalda y luego,
el silencio. Hasta que el día del funeral reunía de nuevo a los
supervivientes en torno al viejo compañero que ya sólo estaba de
cuerpo presente.
En su caso no hubo
comida ni palabras. Claro que él era ya el último representante de
una generación extinguida de contables, la de los que colocaban los
asientos en los libros con esmerada caligrafía de pendolista con una
impronta tan personal como la que podían poner los constructores de
catedrales en las piedras que labraban para levantar los muros. ¡Cómo
habían cambiado los tiempos! Las calculadoras primero y los
ordenadores después, habían despersonalizado por completo el
trabajo. Por eso, no tenía nada de extraño que todos se hubieran
convertido en empleados anónimos, sin derecho a un reloj chapado en
oro con el nombre grabado en la caja cuando les llegaba la hora de
jubilarse.
O tal vez no fuera todo
tan dramático como él se empeñaba en imaginar. Al menos, ahora
tenía la prueba de que algún apoderado de la empresa se había
acordado de él y, aunque no le hubieran hecho una despedida con
comida y discursos, sí que le enviaban aquel obsequio para que
tuviera un recuerdo de la casa ahora que le iba a sobrar tiempo para
recordar.
El paquete había
llegado a media tarde, mucho después de la hora habitual de reparto
del correo. Habían llamado al timbre y le habían anunciado que le
dejaban un paquete en el portal. Y allí se lo encontró, en efecto,
en el primer escalón, sin una tarjeta y sin señas del remitente. En
el envoltorio sólo figuraba su nombre y dirección; eso sí,
manuscrito con una elegante caligrafía de pendolista, muy similar a
su propio estilo, en lugar de la habitual etiqueta impersonal impresa
desde un archivo en el ordenador; todo un detalle. Y tal vez fuera ese detalle anacrónico
lo que le hizo relacionar el paquete con la empresa en la que, hasta
el día anterior, había ido desgranando toda su vida laboral.
Subió las escaleras
entre conjeturas, sopesando el paquete y calculando las dimensiones
de la caja y el contenido, aventurando en qué podría consistir
aquel envío inesperado, refrenando el impulso de rasgar el
envoltorio hasta haberse instalado cómodamente en el sillón de mimbre,
junto a la mesa camilla, desde donde solía ver transcurrir las
oscuras tardes de invierno, para proceder con calma a la ceremonia de
cortar los cordones y despegar con cuidado los adhesivos para abrir
el paquete con el orden y meticulosidad que le eran propios.
Se hubiera esperado
cualquier cosa menos un libro; excepto los de contabilidad, él no
había tenido otra clase de texto en sus manos. No es que no le
gustara la lectura; simplemente, el excedente de horas dedicadas al
trabajo durante tantos años no le había permitido desarrollar el
hábito lector. En esta obra, sin embargo, había algo que la hacía
especialmente atractiva: no se trataba meramente de la encuadernación
en piel y las letras doradas que le conferían un aspecto lujoso; el
propio encanto del libro hacía que las manos se sintieran cómodas
sosteniéndolo mientras los dedos se apresuraban a pasar las primeras
hojas.
MI HISTORIA. Era
el título que figuraba en la portada. “¿La de quién?” Se
preguntó mientras buscaba el nombre del autor. Pero el dato no
constaba en el lomo ni en la pasta. Empezó a sentirse realmente
intrigado: un envío sin remitente, una historia anónima. ¿Qué
podía significar todo aquel misterio? Ajustó sus gafas de leer
sobre la nariz y se dispuso a internarse en las páginas del libro.
Comprobó con sorpresa
que no se trataba de una obra convencional sino de un auténtico
manuscrito. La misma letra de cuidada caligrafía con la que habían
rotulado su dirección en el sobre llenaba los renglones del libro;
unos trazos minuciosos, igualados y de ejecución impecable,
sorprendentemente parecidos a su propia escritura, se extendían por
las líneas de aquella historia. Pasó su mano por algunas páginas,
como un ciego que estuviera leyendo en braille, y percibió la fuerza
del libro, palpitando como si se tratara de un ser vivo. Luego, con
un cierto sentimiento de temor, dejó que sus ojos de visión cansada
empezaran a deslizarse a lo largo de las líneas.
No lo podía creer. Al
principio, pensó que se trataba de una mera coincidencia. Pero, a
medida que avanzaba en su lectura, la sospecha se fue convirtiendo en
certidumbre: no sólo los lugares y épocas iban configurando un
escenario sorprendentemente familiar, sino que los personajes, las
anécdotas y el entramado argumental le resultaba vitalmente
entrañable. Tan entrañable como su propia historia.
“¡Es la historia de mi vida!”
–exclamó al cabo de unas cuantas páginas-. Y, en efecto, allí
estaba registrada la crónica de todo su periplo vital, los
acontecimientos más significativos y las pequeñas anécdotas
olvidadas. Era como refrescar la memoria, como iluminar los rincones
oscuros de la conciencia al cabo de tanto tiempo: la pequeña
historia anodina de un personaje secundario, de un mero figurante en
los acontecimientos de su tiempo; una historia gris sin más interés
que la de avivar sus recuerdos. La historia, no de un fracaso, sino
–peor aún- la de un acomodarse, un conformarse con su propio matiz agrisado.
A
medida que avanzaba en su lectura, la emoción por recuperar los
viejos recuerdos fue dando paso, primero, a un sentimiento de
nostalgia por la certidumbre de la irreversibilidad del tiempo y,
luego, a una sensación de apremiante alarma a medida que iba pasando
páginas camino del desenlace final.
“Pero
si esta es la historia de mi vida –empezó a razonar-, entonces, en
ella habrá de constar el final, mi propio final”. Hubiera deseado
cerrar el libro, pero algo más fuerte que él lo impulsaba a
continuar la lectura. Uno tras otro fue desgranando los capítulos de
su fracaso vital: los estudios inacabados, el noviazgo que no llegó
a término, el modesto empleo en el que lograron colocarlo, las
oportunidades de promoción perdidas por temor a arriesgar demasiado,
la familia que jamás llegó a tener, los viajes a los que renunció,
los años de rutina asentados en los libros de contabilidad.
Por
fin, con un nudo en la garganta, se asomó al último capítulo, el
actual de su jubilación. Allí constaba su frustración por no haber
recibido el homenaje tradicional de la empresa, el reloj y la comida
de despedida; luego, hacia el final de la página, se relataba el
extraño obsequio del libro con su historia. Y allí estaba él, en
el libro y en la realidad, en un paralelismo onírico, sentado en un
sillón de mimbre, junto a la mesa camilla, repasando lo que había
sido, punto por punto, el conjunto de su vida.
Sintió
un escalofrío cuando le tocó volver la última hoja. Temía lo que
iba a encontrar a continuación. Bien lo sabía él; primero viene la
jubilación, luego el funeral. Cerró los ojos y contuvo el aliento.
Era preciso llegar hasta el final, no podía hacer otra cosa así que
pasó la página y se preparó para enfrentarse a lo inevitable...
Le
llevó algún tiempo salir de su aturdimiento. Se hubiera esperado
cualquier otra cosa menos aquello:
La última página estaba en
blanco.
Al
cabo de unos minutos, el latir de su corazón se fue calmando. Estaba
sorprendido de encontrarse aún vivo. Había oscurecido y apenas se
distinguían los objetos de la habitación. Se levantó y se acercó
a la ventana. Las luces de la ciudad se extendían hasta el horizonte
trazando infinitos caminos luminosos. Se preguntaba cuánta historia
puede caber en una sola página, en la última. Permaneció pensativo
unos instantes y luego, con la sonrisa de quien alcanza una decisión
liberadora, empezó a hacer la maleta sin olvidar, por supuesto,
meter en ella el libro con la historia de su vida.
No
tenía muy claro a dónde iba a ir pero sí sabía que, a partir de
aquel mismo instante, quería hacerse responsable de cada uno de los
pasos que fuera a dar. El mundo, al fin y al cabo, no es demasiado
grande y bien merecía la pena darse un paseo por él antes de
abandonarlo. Esta vez, estaba decidido a llenar la última página de
la historia de su vida con algo verdaderamente apasionante.
Aunque
tuviera que escribirlo con algo de apuro y no pudiera lucirse con su
mejor letra de pendolista...
Pues para ser la última página y para ir con los tiempos si que pudiera escribirla en una tablet no? Jiij, aunque también sería renunciar a su esencia
ResponderEliminarMe ha gustado la historia, muy recomendable.