Clara se asomó a la ventana para sentir
el aire fresco de primera hora de la mañana. En el extremo del alféizar vio el
triste geranio reseco, mustio, contraído, tan necesitado de riego como ella lo
estaba de seguridad y control sobre su cuerpo. Que el brote seguía activo lo
evidenciaban su debilidad persistente, la visión que se le nublaba y el extraño
entumecimiento que le recorría cuerpo y rostro.
Por la acera opuesta vio avanzar, con su
paso decidido, a la mujer invidente con la que se cruzaba a menudo, una mujer
de gesto seguro, siempre bien arreglada, con ese porte que dan los años y la
experiencia. ¿Cómo podría arreglárselas una persona con esa discapacidad para
llevar el tipo de vida activa que ella parecía desarrollar?
Desvió la mirada. Sentía dolor en los
ojos si mantenía la vista fija en un punto concreto. Otro de los síntomas del
brote. Al principio habían sido sólo pequeñas molestias, fallos funcionales sin
importancia, una palabra que no le venía, un ligero mareo que la aislaba de sus
quehaceres, una leve torpeza al ir a coger algo… Luego, las cosas se fueron
complicando, en todos los sentidos. El diagnóstico, inapelable,
sí: esclerosis múltiple. Dos palabras que habían irrumpido en su vida con la
arrogancia de quien viene para asumir el control.
Había treguas, naturalmente, días en que volvía a
ser Clara. La profesora. La madre. La mujer capaz de subir las escaleras sin
contar los peldaños. Pero eran los menos y la mayor parte del tiempo el “monstruo”
tomaba el mando de su vida y ella sólo se limitaba a intentar minimizar las
molestias en su cuerpo.
Pero ahora tenía que bajar al
supermercado. ¿Podría hacerlo sin caer? ¿Sería capaz de llegar a la esquina sin
que el vértigo la venciera de nuevo?
La baja temporal en el instituto le daba
un cierto margen de tranquilidad para hacer las faenas más urgentes, a un ritmo
más pausado de lo habitual, mientras esperaba que, con el paso de los días y la
medicación prescrita, los síntomas fueran remitiendo. Los chicos -él y ella-
también colaboraban en lo que podían, pero Clara era consciente de que, ante
todo, ellos tenían que ocuparse de sus estudios.
Salió a la calle arrimándose todo lo
posible a la fachada del edificio como elemento de apoyo y estabilidad para llevar a cabo la aventura de cubrir con pasos inseguros la distancia que la separaba de la tienda cercana donde solía hacer la compra. Ahora era preciso doblar la
esquina. Clara temía que al girar el cuerpo su sensación de vértigo pudiera
intensificarse y, por eso, se apoyó en la pared para realizar el cambio de
dirección.
En ese momento, en sentido opuesto, la
mujer invidente avanzaba moviendo su bastón blanco a derecha e izquierda para guiarse
por los puntos de referencia que le proporcionaba la información táctil de su
inseparable compañero. Clara, centrada en sus propias sensaciones, no vio a la
mujer a tiempo y esta deslizó el bastón hacia los pies de Clara provocándole el
traspiés que dio con ella en el suelo.
-
¡Lo
siento, lo siento mucho! -exclamó la invidente inclinándose y tendiendo una
mano en la dirección de la accidentada.
-
No
se preocupe -murmuró Clara, con una voz débil mientras se incorporaba auxiliada
por la mano, sorprendentemente firme, que se le ofrecía y el amparo de la pared
del edificio-. Yo iba distraída y no la he visto a tiempo.
-
¿Se
encuentra bien? -le preguntó la invidente-. La noto muy… afectada. ¿Está
herida?
-
No.
No se preocupe. No es nada. Es sólo que tengo un vértigo. Se me pasará
enseguida.
-
Venga,
venga conmigo. Vamos a tomarnos un cafelito en esta cafetería que tenemos aquí
al lado.
Y Clara, un poco aturdida por el
tropezón, y bastante sorprendida por la lucidez de la invidente, se dejó llevar
al establecimiento.
Una vez acomodadas y reconfortadas con
sus respectivos cafés con churros, las dos mujeres pasaron de la conversación convencional
al delicado tema de las cuestiones personales.
Clara aprovechó la ocasión para ventilar
su abatido estado de ánimo, que venía arrastrando desde la confirmación de su
diagnóstico, y abrirse a la mujer que, pese a su ceguera, mostraba una entereza y un compromiso con la vida admirables. La mujer la escuchó atentamente y, cuando
Clara terminó de desahogarse, le dijo.
-
Entiendo
por lo que estás pasando. Yo he tenido una experiencia parecida cuando perdí la
vista, hace ya muchos años.
-
¿Y
cómo has podido rehacerte? Te veo pasar por esta calle casi todos los días y me
admira tu seguridad, tu decisión. Muchas veces me he preguntado si trabajarías,
si tendrías un empleo…
-
Soy
abogada -respondió la mujer-. Trabajo en un bufete. Hice la carrera después de
perder la vista y estoy muy contenta en mi trabajo.
-
¿Y
cómo se puede conseguir eso?
-
¿Trabajar
en un bufete?
- No.
Sentirse mal y seguir adelante, normalizar la vida a pesar de una desventaja… Yo
siento que quiero abandonarlo todo, rendirme. A veces, desearía morirme…
La mujer guardó silencio un momento,
como si estuviera estudiando la mejor réplica a la angustia de su
interlocutora. Luego, preguntó.
-
¿Estás
casada?
- Separada.
Hace tres años nos separamos. Cuando mis brotes empezaron a ser más frecuentes
e intensos.
-
¿Hijos?
-
Dos,
un chico de dieciséis y una niña de trece.
-
¿En
qué trabajas?
-
Soy
profesora de literatura en un instituto
-
¿Disfrutas
de tu trabajo?
-
Me
gustaba. Pero ahora… en mis condiciones, la verdad es que me estresa bastante
el lidiar con los alumnos, las tensiones con los compañeros…
Se produjo otro silencio. A Clara se le
pasó por la cabeza la idea de que, si en lugar de abogada, su compañera le
hubiera dicho que era terapeuta, ahora tendría la sensación de que estaba asistiendo a su primera consulta. La abogada terminó lentamente su café y tomó de
nuevo la palabra.
- Cuando
yo me quedé ciega, tuve que reaprender a vivir. Creo que tú, con tu esclerosis
múltiple, vas a tener que hacer algo parecido.
-
Sí.
Lo comprendo. Pero no sé por dónde empezar…
-
Bueno
-continuó la abogada con calma-. Imagina que esta noche ocurre un milagro.
-
¿Un
milagro?
-
Sí.
Imagina que, sin que tú te enteres, algo ocurre dentro de ti y, aunque continúes
con tu esclerosis múltiple y sus vaivenes, tus ideas depresivas, tus deseos de
rendirte, de dejarlo todo, de morirte… dejan de tener ese efecto tan negativo
sobre ti.
-
¡Oh!
Sería estupendo.
- Sí;
sería estupendo. Pero tú no sabrías todavía que el milagro se ha producido. ¿Cómo
empezarías a darte cuenta de la presencia de ese milagro en tu vida?
-
Pues…
no sé. Me sentiría mejor…
-
¿Y
qué harías? ¿Cuál crees que sería la primera señal del milagro?
Clara permaneció pensativa un momento.
Luego, contestó.
-
Te parecerá
una tontería -Clara desvió la mirada como buscando el lugar en el que solía
crecer su geranio, mientras colocaba una mano en su pecho, como un gesto de
ternura hacia la planta -, pero creo que lo primero que haría, sería tratar de
salvar el geranio que tengo en la ventana…
-
El
geranio…
-
Sí.
Hay que escarbar la tierra de la maceta, regarlo y ponerle algo de abono. Si no
le hago algún arreglo, creo que el pobre no aguantará mucho.
-
Estupendo.
¿Y qué otras cosas harías? Recuerda que sigues con la esclerosis, lo único que
habrá cambiado será tu estado de ánimo.
-
Mis
hijos, claro. Tengo que hablar con el mayor de su futuro, los estudios que
quiere seguir. Y con la niña; tengo muchas cosas que contarle, que aconsejarle.
-
¿Y
con tu trabajo?
-
¡Ah!
Mis alumnos me necesitan. Soy tutora de un curso. Ellos también necesitan
ayuda. Podríamos hacer actividades para fomentar el gusto por la lectura, teatro
leído… ¡Podríamos ensayar alguna obra para fin de curso!
-
Todo
eso, con tu esclerosis…
-
Sí;
bueno. Tengo fases de remisión. Y los brotes los puedo ir sobrellevando.
-
Lo
mismo que hago yo con mi ceguera…
Se produjo un breve silencio. Luego, la abogada continuó:
Pues ya tienes el milagro. Lo único que necesitas es darte cuenta de que ya está en marcha... ¿Necesitarás comprar abono para el geranio? Aquí cerca hay una floristería...
Clara guardó silencio. Tomó la mano de
su interlocutora y se la estrechó firmemente.
-
Gracias.
Muchas gracias por haberme tropezado contigo y por este café con churros que no
olvidaré en mi vida.
La abogada le sonrió complacida.
-
A
todo esto, no te he preguntado todavía tu nombre -dijo Clara-. Yo soy Clara, ¿y tú cómo te llamas?
La mujer se llevó la mano a la boca para
disimular la risa que pugnaba por expresarse y contestó animadamente:
- Lucía.
Me llamo Lucía… Sí, como la santa patrona de la vista -y añadió-: aunque lo
más importante no es ver hacia fuera, sino saber mirarse por dentro…
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