Cuando por fin llegó, se preguntó si no
se habría dejado engañar una vez más. Desde luego, el paraje no le parecía el más
apropiado para encontrar tesoros; alejado de todo vestigio de civilización y en
un entorno agreste y hostil, todo parecía apuntar a una nueva tomadura de pelo.
Sin embargo, él estaba convencido de que en su destino estaba escrito que
habría de encontrar la fortuna de su vida, la que colmaría sus días de dicha y
daría sentido a su existir.
Pese a que los desengaños empezaban ya
a pesarle y el desánimo de tantos años perdidos en vano lo habían vuelto más
desconfiado, esta vez su intuición le decía que aquella vez era diferente. El
anciano que le había indicado el lugar no tenía aspecto de timador; en
realidad, ni siquiera había querido ponerle precio a su mapa: “dame lo creas
que vale” -le había dicho escuetamente- y no rechistó por las pocas monedas que
él había depositado en su mano.
El paraje
era inhóspito; las raíces de los árboles trazaban en el suelo una trama tan
espesa como el oscuro ramaje que ensombrecía el cielo y, entre los troncos, la
maleza había tejido una maraña tan densa que resultaba imposible adentrarse en
el lugar. Sintió la tentación de volver sobre sus pasos, de renunciar a la
búsqueda y regresar. Pero decidió permanecer en el lugar algunos días más,
hasta tomar una decisión, serenamente.
Al día siguiente,
empezó a desbrozar ramaje. El ejercicio físico lo animó y, así, continuó con la
labor hasta limpiar un buen trozo de terreno. La siguiente tarea consistió en
talar algunos árboles para construir una choza en la que guarecerse y, más
tarde, decidió seguir talando árboles para disponer de algo de leña para hacer
más llevaderas las fías noches. Después, como la labor de desbrozado le permitía
disponer de un terreno de cultivo, tuvo la iniciativa de plantar algunas
hortalizas con las que atender a sus necesidades más inmediatas. Algún tiempo
después, convirtió la choza en una hermosa casita de troncos; también levantó
un corral para criar algunos animales domésticos y, finalmente, sembró cereales
y empezó a cocer su propio pan.
Llegaron
las nieves y pasaron; volvieron los calores y las lluvias y las sequías y, de
nuevo, las nieves en una sucesión tan placentera y armoniosa que él perdió la
cuenta del tiempo transcurrido.
Un día,
alguien llamó a la puerta de la cabaña. Cuando abrió, se encontró con el
anciano que lo había encaminado hasta aquel lugar.
-Salud –exclamó el anciano.
-Salud.
-Ha pasado un largo tiempo desde que te
indiqué el camino de este lugar.
-La verdad es que he estado tan ocupado que
he perdido la noción de los días.
Los dos
hombres fueron caminando por los senderos de la granja.
-Veo que has limpiado mucha maleza
–continuó el anciano.
-La necesaria para poder instalarme con un
mínimo de comodidad.
-Y has talado muchos árboles –la mano del
visitante señalaba el amplio espacio ganado al bosque para praderas.
-Los que necesitaba para cobijarme y
calentarme.
-Has sembrado muchas cosas.
-Las que preciso para mi alimento.
Al cabo de
un buen rato de charla, el anciano formuló una pregunta:
-¿Y has encontrado, por fin, el tesoro que
habías venido a buscar?
El hombre
paseó su mirada por el nuevo paisaje que se extendía a su alrededor: tierras
roturadas, prados, sembrados, corrales, árboles frutales, una casa acogedora,
un paisaje suave. Miró luego al anciano que lo contemplaba con una expresión entre pícara y benévola y le respondió señalando su obra:
-Por supuesto; sólo tuve que sembrarlo
Control externo, control interno
Culturalmente se nos ha
inculcado la idea de que es en lo externo, en lo ajeno, donde se
encuentran las claves de nuestro bienestar, de nuestra felicidad. Siempre hay
que buscar algo, en alguna parte fuera de nosotros, para procurar la felicidad:
el lugar ideal para vivir, la dieta ideal para adelgazar, la persona ideal para
que nos entienda, el trabajo ideal para realizarnos... pero, si bien lo pensamos, todo esto no es
más que una alineación, un renunciar a nosotros mismos para ponernos en
manos de lo circunstancial porque lo cierto es que no es el escenario el que
determina la obra sino la acción del personaje. La felicidad no depende de que
nos toque la lotería sino de lo que nosotros hagamos, día a día, en medio de
nuestras circunstancias; nuestra relación de pareja no depende tanto de que la
otra persona nos entienda sino de que nosotros nos esforcemos por entenderla a
ella; nuestra autoestima no depende de lo que los demás opinen de nosotros sino de la congruencia entre nuestros valores y nuestras acciones etc. Entonces, la clave del control no está en lo externo, sino en nuestro
propio interior. No se trata de salir en busca de tesoros ocultos sino de cultivar nuestra propia riqueza, de abrir nuestro propio camino por espesa que nos parezca la maleza.
Biblioterapia
Marco Aurelio: Meditaciones (se puede conseguir en formato PDF).
Un libro para ir desgranando poco a poco. Un buen ejercicio de meditación para estos próximos días de consumismo y agitación.
Mantra para meditar
La verdadera riqueza está en el corazón (Papa Francisco)
Una idea bien sencilla... ¿o tal vez no tanto?
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