El día había amanecido sombrío. La
mañana se levantó con jirones de noche enredados en las grietas de las densas
nubes que ocultaban la salida del sol. Pronto, las primeras gotas de lluvia
dieron paso a cortinas de agua que, como velas negras de un buque fantasma,
acudieron raudas, flotando desde el horizonte, empapando todo a su paso, como
ansiosas de ahogar toda la vida sobre la tierra.
Ohrim aborrecía la lluvia. La humedad
ahuyentaba los colores, lo volvía todo resbaladizo, le calaba los huesos con
una sensación de frío que tendía a paralizarlo y le inducía un sentimiento de
tristeza insuperable que sólo se desvanecía cuando los primeros rayos de sol
asomaban, de nuevo, entre los nubarrones.
El viejo maestro, sin embargo, no
parecía demasiado afectado por el aguacero. En la posición del loto, estaba entregado
a su meditación diaria mientras el agua le chorreaba desde la cabeza, por los
hombros, a lo largo de los brazos y el tronco y le goteaba de los pliegues de
las rodillas al tiempo que le otorgaba un lustre brillante, como si fuera una
estatua de plata abandonada en medio del barrizal.
El joven aprendiz no pudo evitar un
escalofrío contemplando la figura empapada de su maestro que, como activado por
el estremecimiento del muchacho, abrió los ojos y le dedicó una cálida sonrisa.
- Maestro.
¿Cómo puedes meditar bajo el aguacero?
- Hago
lo que es necesario hacer en cada momento –respondió el viejo maestro-. Igual
que la lluvia. En eso nos parecemos.
- Hoy
no podrás enseñarme nada de la naturaleza - el joven Ohrim se acurrucó más en
sus ropajes y se cubrió la cabeza para protegerse de la lluvia- con este tiempo
que tenemos…
El maestro
sonrió al tiempo que dirigía el rostro hacia lo alto para refrescarse con la
lluvia.
- La
lluvia es naturaleza. Viene sin que se la invite y aunque no sea oportuna y no
tiene que pedir permiso para cumplir su cometido. Por eso, nos da una lección
de aceptación.
- Pero
maestro –insistió el muchacho- con un tiempo así, ni siquiera se puede salir de
casa.
El viejo
maestro le indicó a Ohrim que guardara silencio un momento. Afinó el oído y,
luego, señaló hacia una rama cercana.
- La
lluvia no impide a los pájaros salir en busca de su comida –replicó mostrándole
a su discípulo el pajarillo que los observaba temeroso de su presencia-. Por
eso, la lluvia nos ofrece siempre una lección sobre la acción que es preciso emprender.
El joven Ohrim
seguía sin mostrarse muy convencido.
- A
mí la lluvia me entumece –repuso el novicio-, me hace sentir frío y me produce
tristeza. No le veo ninguna ventaja.
Ahora, el viejo
maestro sacudía la cabeza mientras se reía de la desesperación de su joven
aprendiz. Le recordaba sus propias ansias de luz, calor y vida que, aún de vez
en cuando, venían a cuestionar su compromiso de entrega a la meditación y a la
búsqueda de la sabiduría.
- La
lluvia, hijo mío, hace que valoremos los paraguas y chubasqueros, los tejados y
los cristales en las ventanas. De este modo, nos lleva a apreciar muchas
pequeñas cosas cotidianas que, de no ser por la lluvia, nos pasarían
desapercibidas. Por eso, la lluvia nos brinda una impagable lección de gratitud hacia las cosas que
disfrutamos y las personas que nos las han proporcionado.
El joven Ohrim
permaneció unos instantes pensativo. Luego, se acercó al charco sobre el que estaba
sentado su maestro y se colocó a su lado.
- La
lluvia –comentó el muchacho mostrando sus ropas manchadas ahora de barro- hace
que se ensucien las cosas…
- O
que se limpien –replicó el maestro señalando las relucientes hojas de las
plantas agradecidas por el agua-. Es el principio del Yin y el Yang; ya sabes.
- Sí
–asintió Ohrim-. Además, no es posible correr más que la lluvia ni esquivar las gotas
que caen.
- Lo
cual constituye otra buena lección de aceptación.
Permanecieron
un rato en silencio, entregados a sus respectivas meditaciones. El sol,
entretanto, consiguió rasgar el velo de las nubes y se asomó para iluminar
aquel pedazo de tierra.
- Al
final –comentó distraídamente el joven aprendiz-, la lluvia termina por
evaporarse del suelo y de mis ropas.
El viejo
maestro lo miró complacido.
- Lo
cual nos enseña que nada hay permanente: el malestar no es eterno, la felicidad
no es duradera.
- Entonces, maestro, ¿qué es lo que permanece?
- Nuestra
actitud, hijo mío; nuestra actitud a pesar de los inconvenientes, de las
distracciones y de las dudas.
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