El
libro ya le estaba resultando cargante y se preguntaba si no habría otras cosas
más interesantes que hacer. Echó un vistazo hacia ventana, más que nada, para
confirmar que aquella iba a resultar otra tarde perdida y, en efecto, los
goterones resbalando por el cristal se le antojaron como barrotes de agua
empeñados en encerrarlo en su prisión doméstica. No había duda; aquel iba a ser
otro fin de semana perdido.
¿Por
qué no podía marcharse de aquella ciudad? Además de pequeña, también húmeda y,
encima, aburrida. Si le hubiera tocado en suerte vivir en una capital más
cosmopolita… si, al menos, el clima fuera algo más soleado…
Dejó
a un lado el libro y se levantó para observar la calle pavimentada de charcos.
Algunos paraguas negros parecían flotar en la humedad gris de la tarde. ¿A
dónde se podía ir con un tiempo así?
Pensó
en lo agradable que sería perderse por los senderos que cruzaban los campos
verdes en una tarde de sol; lo estimulante de un paseo por el parque de la
ciudad, saludando a los compañeros, charlando con los conocidos, degustando un
buen café en una terraza céntrica; lo romántico de un encuentro con alguien
especial en una tarde soleada y cálida…
Pero
aquella lluvia no hacía más que embarrar sus sueños. Si dejara de llover un
día, si saliera el sol por fin…
No,
realmente no era muy feliz. No es que le faltara nada; era sólo aquel clima
endiablado, aquella ciudad aburrida, aquel empleo monótono, aquella soledad
agobiante… Con resignación, se dirigió de nuevo al sofá, a la novela, al tedio.
Trató
de centrarse en la lectura pero no le resultaba fácil. “Si dejara de llover –pensó- seguro que se me levantaba el ánimo”.
De
nuevo, intentó evadirse en el argumento de la historia pero estaba demasiado perdido en sus propios pensameintos:
“Si
viviera en un sitio con más vida –se dijo-, seguro que mi vida era más
interesante”.
En
vista de que la lectura no le bastaba para distraerse, se dirigió a la cocina
para prepararse un café: “Si mis compañeros fueran un poco más considerados –se lamentó-,
seguro que me invitaban a salir algún fin de semana, a tomar una copa y esto ne me resultaría tan aburrido”
Con
el café humeante volvió de nuevo a la ventana. Parecía que entre él y la
felicidad se interponían obstinadamente aquella lluvia, aquella ciudad, aquel
tedio.
Entonces
vio surgir el paraguas arco iris. Como una gran flor en medio del aburrimiento
grisáceo. Tuvo una corazonada; la taza quedó a medio camino de sus labios
mientras se esforzaba por ver quien se cobijaba bajo aquella disonancia
colorista. Era ella, sí; no podía ser otra. Hacía días que él andaba buscando
el momento oportuno de hacerse el encontradizo y, justo ahora, aparecía ella en
medio del aguacero.
Dejó
la taza apresuradamente y se lanzó en busca de su impermeable para salir a la
calle. Ni se le ocurrió coger el paraguas ni se preocupó de comprobar que la
puerta quedara bien cerrada. No quería perderla de vista; ya se le ocurriría
algo para abordarla.
Y
mientras apuraba el paso, sorteando charcos y evitando goteras, tras el
paraguas amarillo que flotaba al extremo de la calle, pensó que, en el fondo,
era una suerte que ella también viviera –precisamente- en aquella ciudad
pequeña, una suerte que nadie lo hubiera
llamado para salir, una suerte que lloviera...
UN
PENSAMIENTO
En
algún lugar leí la siguiente reflexión:
Durante
mucho tiempo he tenido la sensación de que mi vida –la vida de verdad- estaba a
punto de empezar. Pero siempre aparecía algún obstáculo en el camino: algo que
había que conseguir antes, algún asunto por concluir, algún tiempo que
aguardar, una deuda que saldar. Y, entonces, la vida empezaría… Hasta que, por
fin, caí en la cuenta de que todos esos obstáculos ERAN MI VIDA.
Existe
también un principio en el "coaching personal" que invita a RECONOCER
LA PERFECCIÓN DE CADA SITUACIÓN –aún dentro de lo imperfecta que pueda
parecer-, aprender a extraer la pepita de oro de entre las toneladas de lodo,
saber ver “el cuadro completo” más allá de la frustración del momento
inmediato, más allá del mero detalle molesto.
Y
creo que esta podía ser la moraleja del cuento: RECONOCER LA
VIDA, también, EN SUS ASPCETOS MÁS GRISES porque, muchas veces, nos limitamos a lamentarnos de nuestras
circunstancias mientras esperamos a que “las cosas cambien” sin molestarnos en mover un
dedo por procurar el cambio, sin tomar una iniciativa. Asumimos el rol de "pacientes de la vida". Nos limitamos a ver
llover y a esperar a que pare; no se nos ocurre que es nuestra lluvia, nuestra
tarde, nuestra vida...
Tienes toda la razón, Ramiro. Una vez más, un cuento con moraleja que me hace reflexionar. Muchas gracias por tus cuentos tan oportunos siempre.
ResponderEliminarUn abrazo. María.
Son unos cuentos maravillosos, Ramiro. Y ese petirrojo, una preciosidad
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