Desde tiempos inmemoriales, la humanidad
ha buscado la felicidad. En los relatos mitológicos, esta se describía como un
estado original que, por culpa de la desobediencia o la arrogancia humana, se
perdió. El relato bíblico del Edén, por ejemplo, describe cómo el ser humano
fue expulsado del paraíso tras desafiar los límites impuestos por su creador.
De forma similar, en la mitología griega, Pandora, la primera mujer creada por
los dioses, al abrir la caja que no debía, liberó el sufrimiento y el mal en el
mundo, dejando solo la esperanza como consuelo.
A partir de entonces, la felicidad dejó
de ser un derecho garantizado y se convirtió en una aspiración. A lo largo de
la historia, distintas corrientes han intentado desentrañar su naturaleza y
ofrecer caminos para alcanzarla. Primero fueron los mitos y las religiones,
luego la filosofía y, más recientemente, la ciencia. Cada enfoque ha aportado
herramientas diferentes: los mitos dieron lugar a prácticas espirituales como
la meditación y la contemplación; la filosofía desarrolló sistemas como el
epicureísmo, el estoicismo o el existencialismo; y la psicología moderna ha
explorado métodos desde el conductismo hasta la llamada “psicología positiva”,
centrada en el bienestar y las fortalezas humanas.
Pero la felicidad no es solo un asunto
individual. También ha sido reconocida como un derecho social y político. La
Declaración de Independencia de los Estados Unidos la menciona como un derecho
inalienable junto a la vida y la libertad. Por su parte, el pequeño reino de
Bután ha adoptado el concepto de Felicidad Nacional Bruta (FNB) como un
indicador de desarrollo, considerando aspectos como el bienestar mental, la
vida comunitaria y la espiritualidad, más allá del mero crecimiento económico.
Sin embargo, por muchas vueltas que le
demos, la felicidad no es un destino fijo ni un estado permanente. No se puede
legislar ni decretar. Es más bien un proceso continuo, una búsqueda personal en
un camino con altibajos. De hecho, siempre se necesita cierto grado de
insatisfacción para seguir creciendo y evolucionando. Además, la felicidad no
puede concebirse de manera aislada, sino que está estrechamente ligada a
nuestras relaciones y al bienestar de los demás.
Podemos aprovechar la celebración de
este Día Internacional de la Felicidad para examinar los factores más
relevantes a tener en cuenta para nuestra propia búsqueda de la felicidad
teniendo presentes las tres dimensiones clave que, según la mayoría de las
propuestas constituyen su fórmula magistral:
- Bienestar físico: Incluiría el ejercicio regular adecuado a cada edad,
una alimentación equilibrada, un descanso suficiente y la práctica de
actividades placenteras, aficiones, hobbies, etc.
- Bienestar mental y emocional: Aquí entrarían la conciencia plena
(estar “presentes” en cada cosa que hacemos, tanto si se trata de algo
“trascendente” como de una mera labor doméstica o de mirar por la ventana),
el aprendizaje continuo (sobre todo, pautas de pensamiento realista), la
fijación de objetivos sensatos y la práctica de la gratitud.
- Bienestar social: Se trata de cultivar relaciones positivas, actuar con
generosidad y encontrar un equilibrio entre lo que damos y lo que
recibimos en nuestras interacciones.
En última instancia, la felicidad no es un lugar al que se accede ni un premio que se obtiene al final del camino, sino la forma en la que, día a día, decidimos recorrerlo. Y en ese camino que es necesario recorrer, no debemos olvidar tampoco que la felicidad propia está intrínsecamente conectada a la que procuramos transmitir a los demás
Comentarios
Publicar un comentario