Leo en la prensa que los servicios sanitarios tuvieron que recurrir a los bomberos para conseguir entrar en la vivienda de un anciano solitario que vivía rodeado de todo tipo de desperdicios y objetos inservibles para, así, conseguir trasladarlo en ambulancia al hospital.
Tuvo suerte, después de todo. Algunos fallecen en soledad sin que sus vecinos se enteren hasta pasados muchos días... o meses.
El artículo explicaba que el hombre padecía el "síndrome de Diógenes", la tendencia compulsiva a acumular todo tipo de desechos como si se tratara del tesoro más valioso.
No es la primera noticia de ese tipo que aparece en los medios de comunicación: soledad, acumulación compulsiva, extravío vital...
En la mayoría de los casos no se trata de una necesidad supervivencial: los afectados por el síndrome suelen tener sus medios de vida, una paga, una pensión, un subsidio; por lo general, son propietarios de la vivienda en la que acumulan sus "tesoros" y, por otra parte, no obtienen ningún beneficio de los objetos que amontonan, no los utilizan ni los venden; simplemente, los acaparan sin ningún otro fin.
Me pregunto si el síndrome de Diógenes no será, más bien, una cuestión de grado; si no estaremos todos -o casi todos- afectados por la compulsión acumulativa. ¿Cuántos libros duermen en las estanterías de mi cuarto el sueño eterno, sin haber sido abiertos jamás?
Creo que en los niveles menos patógenos del síndrome acumulativo suele haber una especie de búsqueda de "señales de ostentación": Queremos significarnos, hacernos notar, mediante evidencias que los otros puedan captar fácilmente.
El ejemplo más claro son los "selfis". El afán de hacernos notar en las redes sociales nos está llevando a degradar el espíritu viajero a un mero "postureo" delante de los monumentos más diversos y los paisajes más exóticos posibles para asomarnos luego a las plataformas digitales como si fuéramos los descubridores de las cataratas de Iguazú o los conquistadores del Everest.
Podríamos analizar también el fenómeno de "El Camino". Lejos de los antiguos peregrinos a Compostela, movidos por un afán espiritual que implicaba recogimiento, entrega y esfuerzo, muchos de los andariegos actuales parecen, más bien, coleccionistas de credenciales de peregrino o de "compostelas" conseguidas cubriendo los diferentes caminos oficiales (¡que cada vez son más numerosos!) o reporteros de las diversas anécdotas e incidencias que se van encontrando a lo largo de su recorrido y que se apresuran a compartir a través de sus teléfonos móviles.
Están, además, los acaparadores de títulos académicos que más que el saber en sí, lo que persiguen es un diploma, un certificado más con el que adornar la pared de un salón, como los cazadores de antaño que cubrían los muros de sus residencias con las cabezas de las pobres fieras que iban masacrando.
Y, desde luego, también existen los coleccionistas de grandes señales de ostentación, desde relojes tipo Rolex hasta vehículos de alta gama, embarcaciones de lujo o mansiones diseminadas por todo el mundo.
Naturalmente, no todo es "síndrome de Diógenes". La clave reside en determinar la medida en que todo nuestro afán coleccionador enriquece o entorpece nuestra vida. Dicho con otras palabras, se trata de valorar hasta qué punto nuestras aficiones o nuestra acciones son una manifestación, el fruto tangible, de nuestro genuino modo de ser o si lo que estamos haciendo es condicionar nuestra vida a nuestras posesiones materiales o a lo que los demás puedan opinar de nosotros.
La afición a la fotografía, el afán aventurero, el ansia de conocimientos y hasta el disfrute de los placeres de la vida son cosas muy sanas, recomendables y hasta terapéuticas. La alienación, la renuncia a ser nosotros mismos para convertirnos en siervos de las cosas o de la opinión ajena es algo nefasto, enfermizo y devastador.
Una vida que no es examinada no merece la pena ser vivida, decía Sócrates.
Examinemos cada movimiento de nuestra vida: "Esto que me propongo hacer, ¿al servicio de qué está?"
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