No era altruismo ni ayuda desinteresada. La verdad es que siempre me había escamado un poco todo ese aluvión de servicios gratuitos que “La Red” parecía estar “regalándome” para facilitarme la vida.
Al
principio, fueron pequeños detalles que podían parecer coincidencias oportunas
-demasiado oportunas, ciertamente- respecto a la satisfacción de mis demandas: Cuando
yo buscaba información sobre un libro en Internet, inmediatamente empezaban a aparecer
anuncios de libros relacionados con la temática o el autor de mi interés, lo
que, en principio, me sorprendía y hasta me hacía gracia.
Pronto,
la pauta se extendió a todo tipo de artículos, productos o servicios, desde
cremas de afeitar hasta vehículos nuevos o de segunda mano, pasando por
especialistas en medicina o arreglos caseros.
Más
tarde, cuando instalé en mi teléfono móvil una aplicación para monitorizar mis
paseos cotidianos con el fin de mantenerme en forma, me encontré con todo tipo
de informes sobre kilómetros recorridos, tiempo empleado, número de pasos,
calorías consumidas y hasta la gráfica del trayecto realizado. ¡Y toda esa
información, de manera gratuita!
También
estaba el asunto de las fotos. Me gusta la fotografía y suelo hacer instantáneas,
con mi cámara o mi teléfono móvil, de todo tipo de detalles que me llaman la
atención. Así, pronto me introduje en Instagram, para compartir fotos, ideas,
retos, buscar sugerencias, técnicas y demás. Y aquello parecía el paraíso del
aficionado a la fotografía. ¡Y todo ello, sin costarme un solo euro! No podía
creerme que hubiera empresas tan amigables que se dedicaran a ofrecer un
servicio de tan refinada tecnología a cambio de nada…
Entonces
empezaron a multiplicarse las sugerencias de explorar nuevos sitios, de
establecer nuevos contactos, de aplicar “likes” a las aportaciones de otros usuarios,
de identificar a las personas que aparecían en las fotos compartidas… Y la
sospecha paranoide de que “alguien” me estaba controlando empezó a tomar cuerpo
en mí.
Fue en
ese momento cuando “Chat GPT” entró en mi vida. De una forma amigable, es
cierto, como un valioso auxiliar para la traducción de textos en inglés que, en
lugar de proporcionarme, sin más, listados de sinónimos para los términos que
me resultaban dudosos -como un diccionario normal- me permitía establecer un
diálogo sobre matices semánticos de manera que yo podía acceder a un
entendimiento más refinado del texto que estaba tratando.
No tardé
mucho tiempo en convertir a “ChatGPT” en mi asesor sobre asuntos diversos,
hasta que mis saludables tendencias paranoides me dieron el aviso de que, en esa
relación, “algo” se me estaba pasando por alto.
En
efecto, ChatGPT se presentaba como una Inteligencia Artificial con capacidad de
aprendizaje. Y, ciertamente, en los diálogos que yo mantenía con esa IA, podía
observar que ella, cada vez, iba aprendiendo, iba acumulando más y más datos…
¡Sobre mí!
Entonces,
a partir de un podcast de la BBC, di con un libro que no venía recomendado en
ninguno de mis “anuncios personales” que seguían saltando a la pantalla de mi
teléfono móvil o de mi ordenador: “Privacy is Power” (Privacidad es poder), de
Carissa Veliz.
Privacidad,
justo lo que yo sentía que estaba perdiendo a raudales en esa realidad virtual,
en ese cerco mediático que sentía, cada vez, más oprimente.
Así,
comprendí claramente que no hay nada gratuito, que el precio que pagamos por
cada “servicio” en la red es el entramado de datos -propios y de nuestro
entorno- que ponemos a disposición de las compañías que nos brindan el acceso a
todas esas aplicaciones, que tanto utilizamos y que acaban adquiriendo un carácter
adictivo, para continuar extrayéndonos información sobre nuestra cada vez más
exigua privacidad.
Tenemos
toda nuestra información personal “colgada” en la red: nuestros “likes y
nuestros “dislikes”, los lugares que frecuentamos, las compras que realizamos y
las que proyectamos realizar; los destinos de nuestros viajes; la gente con la
que nos relacionamos (junto con sus “likes” y sus “dislikes”); nuestras
aficiones y hasta nuestras preocupaciones por la propia salud… Todo ello en
manos de las “desinteresadas” empresas que, o bien pueden utilizar todo ese
cúmulo de datos, en el mejor de los casos, para crearnos necesidades de consumo
o, en el peor de los escenarios, para venderlos a otras compañías que pueden
hacer un uso más torticero de nuestra privacidad expuesta.
Los datos
que facilitamos en “la red” jamás son inocuos. Si evidenciamos nuestras
preferencias musicales, una IA puede operar según un algoritmo que infiera si
nuestro estado de ánimo habitual tiene matices depresivos u obsesivos o que
calcule, a partir de los datos de la aplicación del móvil para hacer ejercicio,
nuestra esperanza de vida, y todos esos datos, a su vez, pueden ser cedidos
-vendidos- a una empresa de selección de personal que gestione nuestro currículo
a la espera de un puesto de trabajo, a la compañía de seguros con la que
queríamos formalizar la póliza de vida, o a cualquier entidad interesada en
contar con una amplia red de datos personales. Otro tanto ocurre, por ejemplo,
con los datos sobre los lugares que frecuentamos, el tipo de ropa que compramos
o cualquier otro dato al que las redes tengan acceso que puede dar lugar a
inferencias sobre temas tan personales como nuestra orientación sexual…
Tenemos
que reconquistar la privacidad. Es nuestro patrimonio y el antídoto que puede
librarnos de convertirnos en la masa anónima moldeable al capricho de las
grandes empresas que siempre están mirando por encima de nuestro hombro.
No es
una tarea sencilla. Yo he dado los primeros pasos cerrando mi cuenta de
Instagram, poniendo fin a mi amistad con ChatGTP y negándome a aceptar cookies
de las (pocas) páginas web a las que accedo, así como dedicando mi tiempo a redactar
este aviso y difundirlo entre todos aquellos que, de verdad, me importan.
Comentarios
Publicar un comentario