Hace años, en mis comienzos como psicoterapeuta, tuve que
hacerme cargo del caso de un chico con anorexia. Evidentemente, el asunto era serio;
el pronóstico no parecía demasiado optimista y yo me sentía impotente para
llevar adelante una terapia en solitario.
Entonces, decidí hablar muy claramente con la familia para
explicarles todas las posibles vías de abordaje multidisciplinar del caso, así
como las probables complicaciones, recaídas y obstáculos que se podrían
presentar en el camino de la recuperación.
Después de escuchar mi exposición, la respuesta de los
padres fue tan tajante y demoledora como mi propia desolación: “Ya hemos
hablado con un especialista que nos ha dicho que todo lo que necesita nuestro hijo
son unas inyecciones de calcio”.
Afortunadamente, tiempo después, tuve ocasión de
entrevistarme de nuevo con el joven que ya estaba cursando estudios universitarios
y, según me explicó, había logrado “liberarse de sus manías”.
Pero la lección más importante que yo saqué del caso, y que
ha sido una especie de alarma psicológica que siempre he tenido conectada a la
hora de cualquier intervención, es la tendencia que tenemos a la
SOBRESIMPLIFICACIÓN. Tanto a la hora de explicar(nos) un comportamiento como
para diseñar una estrategia de acción. Nuestro cerebro se rige por el principio
de “economía” y tiende a desechar todo cuanto parezca salirse del guion causa-efecto
(todo efecto debe tener UNA -única- causa, y todo problema tiene UNA -única-
solución).
En términos de las nuevas tendencias psicoterapéuticas
(Terapia de Mentalización) este empeño en encontrar LA SOLUCIÓN es un modo de
funcionamiento prementalizador: el pensamiento TELEOLÓGICO, la búsqueda de “LO
QUE SE NECESITA”; una actitud ciertamente muy adecuada en su ámbito de
aplicación (para combatir una infección es necesario un antibiótico) pero con
un efecto secundario de reducción de perspectivas cuando de lo que se trata es
de abordar cuestiones vitales, narrativas personales, creencias derivadas de historias
familiares, etc.
La psicoterapia, como cualquier quehacer humano, busca
también una economía de simplificación. De manera análoga a la medicina, la atribución
de un determinado diagnóstico facilitaría la prescripción de un tratamiento
específico: frente a ansiedad, relajación; frente a depresión, actividad;
frente a obsesión, distracción… Pero en las cosas del “alma” no nos tenemos que
enfrentar a virus, bacterias o averías metabólicas. Aquí, tratamos con
vivencias, creencias, expectativas, valores y hasta con criterios morales.
Ciertamente, la tendencia en psicoterapia(s) ha sido hacia
una expansión creciente que ha ido cubriendo terrenos cada vez más amplios y
complejos, desde las construcciones personales, los aspectos racionales y
emotivos de la persona, a la consideración sistémica y relacional del individuo,
su sistema de valores o el efecto interaccional con los demás.
Alguien solía decirme que “cuando sólo se tiene un martillo,
todos los problemas se van a tratar como clavos”. Las nuevas perspectivas
terapéuticas, a mi entender, proporcionan una diversidad de enfoques que, si
bien se mira, están interconectados y emanan de un núcleo común: el ser humano
con toda su amplia problemática y su inagotable capacidad de crecimiento.
A veces pienso que ahora que llevo ya un tiempo jubilado es
el momento ideal para empezar a reconsiderar e integrar todo lo aprendido a lo
largo de los años…
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