Su razonamiento me provocó una franca carcajada. No es que reírse sea una reacción muy frecuente en una sesión de terapia pero, como apuntaba el hoy olvidado Carl Rogers, una de las condiciones básicas del psicoterapeuta es la "autenticidad". Por eso no me sentí, en absoluto, incómodo con el rapport humorístico que habíamos establecido:
"Quienes tienen dinero se hacen una cirugía y los que no lo tienen acuden al psicólogo".
Tal era el razonamiento.
Ella había estado evitando todo tipo de relación social -hasta el punto de abandonar su trabajo- desde hacía varios años como consecuencia de las secuelas que un acné juvenil persistente le había dejado en el rostro. Y, según su estilo de pensamiento, un problema que se habría podido arreglar mediante cirugía estética, seguía anulando su vida por falta de dinero para costearse la intervención.
Afortunadamente, en medio de toda su carga de ansiedad, sí que contaba con un buen nivel de sentido del humor.
Pero su reflexión no era ningún chiste; me estaba confrontando con una cuestión que yo mismo me había planteado muchas veces a lo largo de mis años de ejercicio: ¿Para qué sirve la psicología? ¿Para qué sirve la psicoterapia?
Ante todo, conviene tener en cuenta que el lenguaje -la herramienta más preciada con la que contamos los humanos- tiene el indeseable efecto de simplificar muchas veces las cosas.
La medicina cuenta con un arsenal de herramientas irremplazables para hacer frente a las enfermedades.
La psicología dispone de muchas herramientas útiles para afrontar los problemas vivenciales.
Pero, a veces, el lenguaje viene a confundirlo todo y llamamos "enfermedad" a lo que es un tema vivencial o quitamos importancia a una sintomatología incipiente, achacándola a "cuestiones vivenciales" ("caprichos", "manías", "cosas del crecimiento"...)
Y el problema surge cuando nos empeñamos en aplicar un utensilio específico al problema que es ajeno a las indicaciones de uso de dicha herramienta.
Es a lo que se refiere el conocido dicho: "si sólo disponemos de un martillo, tendemos a no ver más que clavos".
La característica de economía a la que se ajusta el lenguaje nos lleva a conceptualizar cualquier cuestión vivencial como "enfermedad".
Y así, al etiquetar cualquier problema emocional que se esté sufriendo (timidez, tristeza, ansiedad...) como una enfermedad, no hay más que aplicarle la medicación o la intervención adecuada y, por "lógica", se eliminará el síntoma y se restablecerá la función.
Fin del problema.
Pero ese planteamiento no tiene mucho de lógico: En las cuestiones vivenciales, la urgencia de la mera "eliminación del síntoma" suele acarrear una importante secuela de EFECTOS SECUNDARIOS que vienen a complicarnos la existencia en lugar de facilitarnos una vida más plena, significativa y valiosa.
En primer lugar, la "eliminación del síntoma" es la trampa que perpetúa la ansiedad en los casos de conductas evitativas: Si salir a la calle me produce angustia, me quedo en casa y así me libero de esa sensación desagradable... a cambio del efecto secundario de ver cada vez más reducidos mis espacios social, laboral, familiar, lúdico, de nuevas oportunidades...
De este modo se pone en evidencia la necesidad de diferenciar entre los efectos a CORTO Y A LARGO PLAZO.
En general, lo que parece eficaz a corto plazo (alivio inmediato de la angustia) se convierte en la trampa que nos hace pagar un alto coste vital a largo plazo.
Pero, entonces, si las consecuencias a largo plazo desaconsejan centrarse en la eliminación inmediata de la ansiedad, ¿qué otro objetivo lógico se debería marcar una propuesta psicoterapéutica que sea coherente con el logro de una vida propia, plena y significativa?
La respuesta la apuntan las denominadas "terapias de tercera generación", como la "Terapia de Aceptación y Compromiso". Precisamente, eso: la ACEPTACIÓN del malestar al mismo tiempo que se continúa trabajando por el desarrollo de una vida propia, plena y significativa.
Es decir, el objetivo no es tanto "SENTIRSE bien" como "ACTUAR bien", de manera coherente con aquello que cada cual considera valioso para su vida.
Es algo parecido a la actitud del atleta que se compromete con su austero entrenamiento diario con el objetivo de mejorar su marca personal.
Paradójicamente, la evitación del malestar psicológico lleva al aislamiento, que conduce a la ausencia de gratificaciones sociales, de distracciones o del incentivo de nuevos planes y proyectos, lo que -a su vez- desemboca en un incremento del malestar psíquico (desesperanza, derrotismo, abulia...); mientras que la "acción", aún en presencia del malestar emocional inmediato, siempre se abrirá a la posibilidad de algún resultado positivo, de algún logro, por mínimo que sea, que permita abrir una brecha en el muro de la evitación patológica.
En el caso de referencia, mi consultante había elegido el camino de la evitación que la atrapó en una trampa de aislamiento. Por evitar la "vergüenza" de mostrar sus marcas faciales, decidió encerrarse en casa, renunciando a su trabajo y a casi todo contacto social. Si hubiera decidido aceptar la carga de su vergüenza y su angustia en su vida cotidiana, seguramente se habría tenido que enfrentar a días muy difíciles -desde su propia percepción- pero habría tenido la posibilidad de "disfrutar" de algún cotilleo con sus amigas, de alguna película interesante y, sobre todo, habría mantenido su trabajo que, con el tiempo... ¡le habría proporcionado el dinero necesario para hacerse la ansiada cirugía!
No hay contradicción entre modelo médico y psicológico. Más bien, hay complementariedad. La clave estriba en utilizar el martillo para clavar clavos y el destornillador para extraer tornillos.
Si la piedrecilla del zapato me molesta, es evidente que lo mejor que puedo hacer es sacudir el zapato para liberarme de ella. Aquí, la acción inmediata tiene consecuencias tanto a corto como a largo plazo: me libera de la molestia actual y me evita, a mayores, una posible llaga que podría degenerar en males peores.
Porque, en definitiva, el mejor punto de referencia de toda terapia es siempre el sentido común y el comportamiento ético.
Esto nos lleva a la consideración de otro "efecto secundario" de los planteamientos terapéuticos sesgado con una visión "medicalizada": la renuncia al propio protagonismo mediante la adopción del rol de "paciente. Pero de eso trataremos en un próximo capítulo.
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