Hay un montón de historias infantiles –y no tan infantiles-
que nos previenen frente a la creencia de que es posible alcanzar la felicidad
mediante alguna cosa externa, mediante algo que está fuera de nosotros y que
nosotros debemos obtener.
En “la camisa del hombre feliz”, los ministros de un rey
sumido en la melancolía recorren todo el reino en busca de esa camisa que,
según el dictamen de un médico sabio, podría devolver la sonrisa al rey.
Finalmente, cuando encuentran al “hombre feliz”, un leñador que vive en
comunión con la naturaleza, descubren -¡Oh, fatalidad!- que ese hombre nunca ha
usado una camisa.
Algo parecido sucede en la historia de “la espada
invencible”: cuando el rey solicita a su valeroso capitán, héroe en cientos de
batallas, que le entregue la espada que tantas victorias le ha proporcionado,
se encuentra con la desagradable sorpresa de que no es capaz de levantar del
suelo el arma de su heroico capitán. La fortaleza del valiente soldado no
radicaba en su espada sino en la robustez del brazo capaz de manejar el arma.
Pero nosotros seguimos buscando la felicidad en lo externo:
el consumismo, la posesión, la apariencia.
Sin embargo, la fórmula de la felicidad es mucho más sencilla que
todo eso: Aceptar las circunstancias que la realidad nos plantea en cada
momento, hacer lo que sea necesario hacer en función de esas circunstancias y
ser conscientes de los múltiples beneficios y privilegios de los que
disfrutamos, aún en el caso de que nuestras circunstancias no sean tan
favorables como desearíamos.
En otras palabras: Aceptación de la realidad, compromiso con
los propios valores y realización de la propia obra vital en cada momento.
Sin buscar espadas mágicas ni camisas maravillosas.
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