Un pie en la acera y el otro, ya adelantado, en la calzada. El semáforo seguía rojo, pero ella se debatía entre la prudencia y la prisa. Los coches venían de ambos lados y no era fácil sincronizar el hueco entre los vehículos para alcanzar, sin sobresaltos, la otra acera.
Si se trata de niños o personas mayores, por sistema mi norma es aguardar la luz verde para cruzar, aunque no circulen coches. Creo que, de ese modo, por una parte doy ejemplo y, por otra, respeto la libertad de elección de la otra persona para obrar como mejor lo considere.
En este caso, la mujer, ya de cierta edad, murmuraba algo en voz baja: se debatía entre arriesgarse o esperar. Me miró como si me pidiera consejo. Y mientras yo pensaba la respuesta, el hombrecillo verde del semáforo nos sacó de dudas a los dos.
Cruzábamos a la par y la mujer, en voz muy queda y mirando al suelo, como si la cosa no fuera conmigo, murmuraba una dirección, sin atreverse a formularla como una pregunta directa.
Sin dejar de caminar, le indiqué el camino. Entonces ella, por primera vez, me miró y me explicó que se trataba de un gimnasio cerca de una plaza con una iglesia, al lado de una pescadería. Yo, naturalmente, conocía la plaza, pero desconocía el gimnasio y me sorprendió el destino al que se dirigía.
Ella debió de leer la sorpresa en mi cara y me aclaró que iba a unas sesiones de mantenimiento para personas mayores organizadas por Cáritas. Me explicó que ya iba con retraso porque había perdido el autobús —cosa que le pasaba todos los días— y que, como siempre, le esperaba la bronca de la monitora.
Como ya habíamos entablado conversación y yo no tenía nada mejor que hacer, decidí acompañarla hasta su destino, en un pequeño laberinto de calles transversales.
Íbamos a buen paso y la mujer se quejó de fatiga. Le dije que podíamos ir más despacio.
—¿A dónde va usted? —me preguntó, un poco extrañada de que le dedicara mi tiempo.
—A ninguna parte, la verdad —le respondí sinceramente—. Estoy dando un paseo y me da lo mismo ir por un sitio que por otro.
Como ya habíamos roto el hielo, le pregunté de dónde era.
—De Cali, Colombia —me dijo sonriente.
—Buen café —respondí, por decir algo.
A ella le debió de gustar la respuesta: por sutil que fuera, teníamos algo en común.
—Hay buena gente aquí —me dijo, como una forma de agradecer mi gusto por el café de su tierra.
—Hay de todo —respondí, atento siempre al valor del realismo.
Con la charla, me confundí de esquina y me pasé de largo del cruce que deberíamos haber tomado. Ahora era necesario retroceder un buen trecho. Me disculpé con la mujer. Ella me miró tranquila.
—No pasa nada —me dijo—. La bronca no va a ser mayor por llegar un poco más tarde todavía...
—Es verdad —asentí. Y, acordándome de su corazón, le repetí la sugerencia de ir más despacio.
Me habló de variedades de café. Yo le sugerí que debería estar más atenta al horario de los autobuses. Y, así, con una charla intrascendente, llegamos al destino de la mujer.
Como despedida, me miró con una gran sonrisa y dijo:
—Luz María. Muchas gracias.
Yo le sonreí y le dije también mi nombre.
Ya no éramos extraños.
Seguí mi paseo sorprendido de que Luz María me diera las gracias... ¡por haberla hecho llegar un poco más tarde todavía a su sesión de mantenimiento!
Entonces comprendí que, a veces, lo que agradecemos no es llegar al destino, sino el trayecto compartido.
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