Se detuvo en la encrucijada, indeciso, y consideró con toda atención
el destino que señalaba cada uno de los indicadores. Finalmente, se decidió por
la senda de la derecha, la que conducía hacia la SABIDURÍA -al fin y al
cabo, esa había sido la meta de su vida-, de modo que echó a andar con el mejor de los
ánimos, dispuesto a llegar hasta el final de su camino. Pero, al cabo de un
trecho, se encontró con que la senda se bifurcaba en una red de teorías e hipótesis por lo que no acertó a
decidirse por la ruta más conveniente. Así, regresó sobre sus pasos hasta situarse en la encrucijada inicial.
De nuevo en el punto de partida, decidió explorar el segundo camino, el señalado con
el rótulo de ÉXITO. En efecto, pensó que –si era sincero consigo mismo-
ese había sido siempre el verdadero propósito de cada una de sus acciones: triunfar, ser reconocido y admirado. Así que , sin más tapujos ni disimulos, decidió continuar en pos de la verdadera meta de su vida. Y confortado con la valentía de su sinceridad, caminó unas cuantas leguas hasta
llegar a la bifurcación de la fama y la riqueza y aquí ya no lo
tuvo tan claro. No le resultaba fácil determinar cuál de las dos opciones era, en el fondo, el verdadero motor de su conducta por lo que detuvo un buen rato a considerar la nueva dirección a seguir
pero como no logró llegar a ninguna conclusión clara, pensó que lo más sensato sería regresar,
de nuevo, a la encrucijada inicial para iniciar un camino diferente.
De
ese modo, tras considerar las alternativas que le quedaban por explorar, pensó
que la mejor ruta sería la que en su indicador proponía: DIOS. El camino no le resultaba familiar pero había
oído muchas veces que esa era la senda de la verdadera felicidad; al menos el
testimonio de muchas vidas interesantes así parecía confirmarlo. Y sin pensarlo más, a buen paso para
recuperar el tiempo perdido con tantas idas y venidas, inició la nueva senda deseoso de ver a dónde lo conduciría. Pero, una vez más, se vio obligado a detenerse en seco
cuando llegó a la maraña de los dogmas y a la ciénaga de los rituales. Por lo que, decepcionado una vez más por los nuevos obstáculos, regresó -de nuevo, una vez más- al punto de partida.
Con
el ánimo entristecido por todo el retraso que sus andanzas y desandaduras le habían
acarreado, se internó por el último camino de la encrucijada, el que estaba
señalizado con la indicación de VIDA, y echó a andar, ya sin demasiada
ilusión por llegar a parte alguna que mereciera la pena el esfuerzo de la caminata. Pero, para su sorpresa, a medida que fue caminando, empezó a interesarse
por el paisaje: observó plantas que desconocía, descubrió valles pintorescos,
atravesó pueblos hospitalarios, conversó con ancianos, jugó con niños, ayudó en faenas cotidianas, se deleitó con los cuentos populares, rió con chistes inocentes, lloró
con los pesares de los desconsolados, se ilusionó con las esperanzas de los
quiméricos... y, así, caminó y caminó muchas leguas hasta que empezó a sentir algo de cansancio en sus miembros.
Hacia
el final de la tarde, se detuvo a contemplar el ocaso. Una sensación de paz
inundaba su ánimo: sentía que había adquirido la sabiduría de caminar
sin prejuicios, el éxito de haberse convertido en un miembro activo de
la comunidad humana y la confianza de sentirse unido a la divinidad
mediante el encuentro con los otros.
Y, entonces, mientras el sol descendía tras
las montañas, hizo el descubrimiento más importante del camino: No había ninguna meta. Aquella ruta no conducía a ningún destino prefijado. No se trataba de llegar a parte alguna; sólo de caminar...
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