Aquel año, Dios había decidido no hacerse hombre. Tal vez fuera por uno de esos "piques" que, a veces, tenía con el diablo. Ya había pasado en tiempos de Job, cuando el maligno retó al Señor a comprobar si el paciente santo tenía tanta paciencia como se decía.
O, tal vez fuera otro el motivo. Quién sabe. Las razones del Todopoderoso son inescrutables. El caso es que, aquel año, Dios había decidido no hacerse hombre.
Y lo peor no fue que los belenes se quedaran sin figuras de barro -pastores, lavanderas, herreros y hasta caganers- y las calles sin luces ni villancicos. No, eso fue lo de menos. Lo malo fue que, poco a poco, el corazón de los humanos se fue vaciando de aquellos sentimientos antiguos que tan ligados estaban a la Navidad: el amor, la solidaridad, la compasión, la ternura...
La "ley del más fuerte" se fue imponiendo progresivamente tanto en los gobiernos de las naciones como en las alcaldías de los pueblos, en las comunidades de vecinos y ¡hasta en las propias familias! La justicia fue sustituida por el "principio de la propia conveniencia", y la máxima aspiración de todo el mundo era llegar a "tener más" que los demás: más que el hermano, más que el amigo, más que el colega, más que el vecino...
Sí, al principio el maligno parecía que llevaba razón. La gente, al parecer, se había olvidado de Dios. El nuevo dios era Internet; las nuevas asambleas comunitarias, las tertulias de la tele. La máxima aspiración personal era ahora, "sentirse bien", estar libre de molestias, incordios y sufrimientos.
Los grandes intelectuales y los seguidores de la nueva No-teología empezaron a proclamar la inexistencia de Dios. En las plazas públicas se quemaban todo tipo de libros sagrados -Biblia, Corán, Torá...- y la nueva no-religión proclamaba que, como no había "más allá", cada cual debía procurarse su propio paraíso en el limitado tiempo que iba a permanecer en este mundo.
El pueblo llano, la verdad, estaba bastante al margen de las disquisiciones metafísicas y hacía -como siempre- lo que se le decía. Pero, sobre todo, se dejaba alienar por las tertulias rosa o amarillas de las cadenas de televisión o por las telenovelas y programas clonados que emitían los diversos canales. O bien, se anestesiaban con alcohol u otras sustancias narcotizantes.
Y, naturalmente, las clases humildes fueron prohibidas. En los "estados de bienestar desbordante" no se podía permitir la estridencia de una persona pasando necesidades, privaciones, penalidades. Eso iba contra el derecho a la felicidad del resto de los ciudadanos. Así que los humildes eran arrinconados en ghettos para sacárselos de encima.
Lo peor eran los niños.
Por alguna extraña razón, la mente de los niños no parecía tan moldeable como la de los adultos. Tal vez fuera debido a que su curiosidad innata les llevaba a hacerse multitud de preguntas a las que los adultos alienados no sabían dar respuesta (¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿qué tengo que hacer?, ¿cómo puedo divertirme más?, ¿qué pasa si apago la tele?, ¿qué pasa después de que me apague yo...?)
Pues bien, en uno de esos ghettos de gente humilde, había una niña a la que, por las noches, le costaba conciliar el sueño.
Su abuela, para tranquilizarla, le contaba historias del pasado, de la Navidad con villancicos y Reyes Magos que traían regalos a los niños buenos (y todos los niños y niñas se habían portado siempre bien). Pero esas historias, en lugar de tranquilizarla, despertaron en la niña el deseo de recibir un regalo de aquellos Reyes Magos y le pidió a su abuela que se lo pidiera por ella a sus majestades.
La buena de la mujer, se armó de valor y, un buen día, salió del ghetto para ir a buscar ayuda en la trabajadora social (uno de los trabajos más aborrecidos en aquella sociedad de opulencia) que se encargaba de las necesidades más básicas de los desfavorecidos de aquel distrito.
- ¿Sería mucha molestia pedir algún juguete viejo para mi nieta? Preguntó la mujer.
La primera reacción de la trabajadora fue de rechazo al comprobar en su ordenador que a la mujer aún le faltaban varias semanas para hacer su solicitud de necesidades básicas. Pero algo en la mirada de la anciana le activó una tecla en desuso que aún tenía medio activa, en su interior, la funcionaria.
Al llegar a su casa, la joven trabajadora rebuscó en el desván y encontró una muñeca en buen estado. La arregló y la empaquetó con intención de entregársela a la mujer para que se la diera a su nieta la noche de Reyes, una costumbre que hacía muchos años que había desaparecido en las sociedades más evolucionadas y que tenían la "buena" costumbre de hacer regalos a los niños todo el rato y sin el menor motivo.
Naturalmente, que la mujer le quedó muy agradecida. Pero lo más extraño del asunto fue que, en su interior, la trabajadora social empezó a experimentar un sentimiento nuevo, algo que nunca antes había experimentado; una especie de calidez agradable, de esponjosidad; algo que no daban los programas de la tele ni los cubatas ni los petas ni ninguno de los relajantes legales.
Y la satisfecha trabajadora social decidió hacer un listado de niñas y niños del ghetto con los que podía hacer algo parecido. Y su grado de calidez resultó tan elevado que compartió la idea con otros trabajadores de otros ghettos, y muchos se aventuraron a probar aquella nueva experiencia del "dar" sin esperar beneficio.
Aquel año, Dios había decidido no hacerse hombre.
Pero los Reyes Magos acudieron igualmente al Portal. Y los pastores. Y las lavanderas. Y los herreros. Y hasta los caganers. Y llenaron el portal y allí estuvieron, espera que te espera hasta que, por fin, apareció también el Niño.
Y, en el cielo, Dios miró al diablo con una especie de lástima y le dijo:
- ¿Lo ves? Yo no estoy en los libros sagrados, ni en los templos de piedra. Yo vivo en lo más escondido del corazón de los hombres. Y si, por un imposible, yo no existiera, los seres humanos sabrían, muy bien, cómo hacer de Dios...
Y dicen que, tanta rabia le dio al diablo su derrota que se fue bufando a los infiernos y allí sigue maquinando su próxima fechoría.
Pero nosotros seguimos con los belenes,las luces, los villancicos y los abetos
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