Cuando se
levantó por la mañana le sorprendió no recibir, como cada día, el doloroso
saludo de su cadera; aquella molesta punzada que, sistemáticamente, le obligaba
a tambalearse cojeando durante dos o tres pasos hasta que el dolor se
desvanecía y él podía seguir avanzando sin problemas.
"Será un
regalo anticipado de Nochebuena", pensó con ironía. En todo caso, era hora de ponerse en
marcha. Aquel era un día como todos y, pese a la manía de la gente de convertir
las Navidades en algo mágico, la realidad era la realidad y la jornada laboral,
la prioridad más importante.
También le
resultó algo extraño el sabor del café. O, mejor dicho, el "sinsabor"; la ausencia de gusto de los ingredientes del desayuno: ni el café ni las tostadas con mermelada parecían saber a nada. Era como masticar una bola de una sustancia neutra, compuesta sólo de
volumen y textura pero sin sabores ni olores. "Bien; tonterías -se dijo-. Acabar
rápido el desayuno y salir pronto para el trabajo, que es lo importante".
Al salir del
coche se encontró, como cada día, al mendigo de la barba blanca que en la
esquina del soberbio edificio de oficinas lo saludaba sonriente, con la
gratitud anticipada por las monedas que, cada mañana él le entregaba. Aquel
día, sin embargo, un extraño pensamiento se abrió paso en su mente: seguro que
el pedigüeño aquel debía cobrar alguna ayuda económica con lo que, en
realidad, seguramente era una especie de estafador. Así que desvió la mirada del hombre de
la barba y la sonrisa y siguió su camino, calculando el ahorro en
limosnas que podía conseguir cada semana, cada mes, cada año… Sí, lo suyo era la economía. No podía
haber otra cosa más importante en el mundo que la economía y las finanzas.
Una vez en
el despacho, se entregó con dedicación a su trabajo. Examinó la primera
solicitud de préstamo. Conocía a la solicitante, una mujer viuda de un subalterno de la
compañía; sabía de la precariedad de su situación personal y familiar, conocía
al hijo de ambos –un chico inteligente, buen estudiante, aplicado y trabajador-
Seguramente que el préstamo les vendría muy bien para hacer frente a los pagos
que debían afrontar. A ellos, sí; pero no a la compañía de la que él era
responsable.
No lo dudó
un momento. Impregnó el sello de “DENEGADO” en tinta roja y lo estampó en el
documento asegurándose de que quedaba bien visible sobre el papel para evitar
posibles confusiones o, incluso, sabotajes por parte de alguno de sus empleados,
antiguo compañero del difunto marido de la solicitante.
Sí, aquel
día se sentía en plena forma. Como nunca. Era como si se hubiera librado de una
inútil carga de sentimentalismos para llenarse únicamente de “sentido práctico”. Un espléndido regalo de Navidad ¿Cómo no se le habría ocurrido antes? Seguro que aquel era el sentido lógico de
la evolución humana. Seguro que, ahora, con su nueva actitud, iba a conseguir grandes beneficios para la
compañía.
"Beneficios".
Esa era la palabra. Por eso, cuando lo llamó su hermana para recordarle que
debían ir a visitar a su padre a la residencia de ancianos, le puso como excusa
para no ir la reunión que iba a mantener con los directivos de la compañía con
la que planeaban fusionarse. Que fuera ella; al fin y al cabo, los detalles esos
de afectos y sentimientos se les daban mejor a las mujeres. Él tenía trabajo
importante del que ocuparse.
La cosa se
complicó cuando encendió el puro que acaba de ofrecerle su principal cliente –al
fin y al cabo, iba a ser Nochebuena y aquello era también una manera de hacer negocios-.
Se quedó hablando de la buena marcha de la compañía, olvidándose de la cerilla
encendida que aún sostenía en la mano. La llama se fue aproximando a los dedos
sin que él advirtiera la más mínima molestia hasta que, finalmente, llegó hasta
la piel y la carne. Él seguía hablando, ajeno a la quemadura de la
mano, sorprendido por la mirada de sorpresa de su interlocutor que, alarmado, gesticulaba señalando hacia su mano.
Hasta que le
olió a chamusquina. Hasta que vio que una llamarada salía de sus dedos. Hasta
que su secretaria se abalanzó sobre él empuñando una jarra de agua. Hasta que
se oyó la alarma de incendio. Hasta que sonó la sirena del coche de bomberos…
…Hasta que
sonó el despertador y él, sobresaltado, se tiró de la cama.
Una pesadilla. No había sido más que una pesadilla.
Y se alegró
de sentir la punzada en la cadera que le obligó a cojear en los primeros pasos.
Y se alegró de quemarse la lengua con el café demasiado caliente, y de saborear
las tostadas.
Luego pensó
que, camino de la oficina, debería darle una especie de aguinaldo a aquel
mendigo de la barba blanca que tenía medio adoptado. Al fin y al cabo, debía
ser muy duro pasarse los días en la calle, viviendo de la generosidad de la
gente.
Y también
tenía que ver la manera de ayudar a la viuda del subalterno. Aunque eso supusiera engrosar la partida de “pérdidas” de la compañía. A ella le vendría muy bien un
apoyo económico y el hijo podría continuar sus estudios.
Y también tenía
que ir a visitar a su padre a la residencia. A ver si hacía un hueco para recordárselo
a su hermana aquella mañana.
Entonces, le
vino una idea a la mente: ¿Sería posible que su regalo de Nochebuena fuera
aquella molesta punzada en la cadera que, cada vez que se incorporaba, le
obligaba a cojear los primeros pasos?
No parecía
muy agradable, pero nunca se debe rechazar un regalo.
Así que,
encogiéndose de hombros, dio las gracias por sentirse vivo. Dolorosamente vivo
Muchas gracias Ramiro por haberme ayudado a reflexionar y tratar de ser algo mejor con tu precioso regalo que es cuento de Navidad 2016.
ResponderEliminarJose Penzol Diaz.
Gracias por compartir esta metáfora. Excelente
ResponderEliminarBonito y sabio el cuento. Gracias por compartirlo
ResponderEliminar