La época de la recolección se acercaba. Gracias a Dios, aquel había sido un buen año, de lluvias escasas pero bien distribuidas, de sol cálido pero no abrasador, de oraciones escuchadas o, tal vez, sólo de meteorología favorable.
La mies ondeaba en los campos como un mar maduro de tonos dorados, aguardando la zambullida de los segadores, aquella fiesta de la cosecha que llenaría los graneros de las gotas de sol que harían el invierno más llevadero.
Las guadañas a punto, las hoces afiladas y el ánimo impaciente por hacer acopio de aquel tesoro, todos los vecinos se iban allegando a sus campos respectivos para dar comienzo al ritual de cada año, entre cantos, sudores, bromas, amoríos y tragos de vino viejo.
Bueno, casi todos los vecinos.
Como cada año, el hombre aguardaba a ver el mar dorado de las espigas bien granadas para comenzar sus peculiares preparativos para la siega.
- Vecino -le preguntaba alguno al pasar, camino de la faena, por delante de su puerta-, ¿cuándo piensas acercarte por tu campo?
- Cuando lo tenga todo preparado -contestaba el hombre-, que la siega es cosa muy seria.
Y, a renglón seguido, iba a examinar su carro: un desconchón aquí, una pella de barro seco allá, una ralladura en la rueda... No; definitivamente, antes de nada, había que componer el carro para transportar en él el fruto sagrado de la tierra.
Y, entonces, el hombre se iba al pueblo a comprar pintura y aguarrás para dejar su carro como nuevo antes de osar consagrarlo a la delicada faena de la cosecha.
En los campos, de sol a sol, hombres y mujeres se curvaban bajo el astro, hacían gavillas, las apilaban en los carros para transportarlas a la era, cantaban, se fatigaban y festejaban la abundancia de la cosecha.
En su cobertizo, el hombre limpiaba el carro, calafateaba las grietas, pulía las zonas rugosas y, luego, primorosamente, decoraba las ruedas, costillas, varales y delantera con complicadas filigranas a todo color que convertían el carruaje en un tiro digno de los dioses.
- Vecino, ¿no has empezado aún la faena? -lo urgían los vecinos a su puerta-. Mira que el tiempo pasa y en el cielo empiezan a acumularse nubes negras.
El hombre, en silencio, echaba un vistazo por la ventana: los campos estaban ya casi rasurados, en el cielo se arracimaban algodones de tormenta. Luego, miraba a su carro y se rascaba la cabeza. Aún había que esperar hasta que la pintura estuviese seca.
Finalmente, apremiado por el tiempo, el hombre se lanzaba, camino adelante, provisto de hoz y guadaña, a enfrentarse, contra reloj, al mar de espigas de su campo. Sus vecinos, ya de vuelta, lo saludaban desde sus carretas repletas de espigas doradas.
- Hermoso carro, vecino. Pero debes darte prisa, que ya viene la tormenta.
Y el hombre apremiaba a las mulas para que fueran más rápidas que el rayo.
El hombre se quejó toda su vida de lo mucho que se había aplicado al trabajado y del poco rendimiento que había obtenido.
...
El joven Ohrim se quedó pensativo, contemplando a su maestro. ¿Qué había querido transmitirle con aquella historia?
Luego, al ver que el viejo se disponía a aviar la cena para ambos, el joven novicio salió de la postura de meditación que había mantenido toda la jornada y se apresuró a encender el fuego, a acarrear el agua, a ayudar al maestro a pelar las patatas...
El sol, como una bendición, se dejó caer por detrás del horizonte pintando el cielo de rojo y anaranjado.
El joven Ohrim hubiera jurado que el astro rey ¡le había guiñado un ojo!
...
Con mis mejores deseos para la vuelta de las vacaciones.
¿Quién inventó el "síndrome de estrés post-vacacional"?
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