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TURBULENCIAS

El vuelo había ido como la seda... hasta aquel momento. El psicoanalista le había recomendado la escapada y en la agencia de viajes le habían señalado aquel destino como especialmente apropiado para una cura de estrés: Sicilia no estaba tan explotada como otras regiones de Italia y los paisajes eran encantadores. Especialmente en Lampedusa y su pequeño satélite, l'Isola dei Conigli. 

Y, en efecto, la vista desde el avión resultaba de lo más prometedor: mar azul cristalino, cielo limpio, arena blanca... La mejor playa del mundo, según la web turística que había consultado antes de decidirse por ese destino. Justo lo que necesitaba para la cura de estrés que proyectaba realizar en los próximos días

Pero todo se desestabilizó en cuanto desplegó el periódico para tranquilizar los nervios del aterrizaje. No era que el avión empezara con esos alarmantes bamboleos, como de bajar a trompicones unas escaleras, que se deben a las condiciones meteorológicas, no; el tiempo seguía en calma. Había sido el titular en primera plana que lo golpeó como una verdadera bofetada: 900 AHOGADOS AL NAUFRAGAR UNA PATERA EN EL CANAL DE SICILIA.

Se sintió mal: manos sudorosas, nudo en el estómago, principio de vértigo. Otra vez los nervios. Miró por la ventanilla. Todo en calma. Mar azul cristalino, cielo limpio, ni rastro de la reciente tragedia. 

Se le ocurrió que bajo aquellas aguas había, ahora, cientos de cuerpos; como en un camposanto. Notó cómo aumentaba su angustia. Evidentemente, su mayor problema era su imaginación. Tenía razón el psicoterapeuta. Necesitaba pensar en otra cosa.

Como un acto reflejo, se le vino a la mente el comienzo de una oración. Tal vez rezar no fuera una mala idea para conjurar su angustia. A mucha gente le daba resultado. Cerró los ojos y, mentalmente, fue recitando la oración:

"Padre nuestro que estás en los cielos (y a nosotros nos has dejado abandonados en esta tierra), santificado sea tu nombre (por el que tantas matanzas se llevan a cabo: Jeohva, Alá,,,), venga a nosotros tu reino (a ser posible, a no tardar mucho porque los nuestros están en pleno proceso de descomposición), hágase tu voluntad (¿Era esta tu voluntad? ¿Novecientos muertos?). Danos hoy nuestro pan de cada día (el que no tienen los que se ven obligados a jugarse la vida, de ese modo, en el mar) y perdónanos nuestras ofensas (la de cerrar los ojos, la de desentendernos del prójimo, la de ocuparnos sólo de nuestra autoestima...)..."

No, aquello no le ayudaba a mitigar su angustia. Probó a relajarse, como en la consulta del psicólogo: el mar azul, la arena dorada, una brisa suave en la piel... flotar en un mar tibio, flotar soltando todo el peso del cuerpo... 

Empezaba a sentirse relajado cuando, de pronto, se vio a sí mismo a bordo de la patera, a punto de zozobrar, perdido en medio del océano, del océano de su angustia. Luego se sintió hundiéndose en las aguas mientras, como relámpagos, confusas imágenes cruzaban su mente: chabolas de latas y cartón en los suburbios de alguna metrópoli africana, niños famélicos bañándose en aguas pestilentes, mujeres esqueléticas llevando en brazos un pequeño cuerpo inerte, hombres derrotados, a la espera de ninguna cosa.

Se sintió envuelto en un mar cada vez más oscuro y más frío. Sin esperanza, alzó los ojos hacia el cielo... y vio la estela blanca del avión, el avión en el que él mismo iba ahora, camino de su descanso siciliano.

Y, de pronto, una voz, desde las profundidades, bramó con la cólera de un volcán desatado: "Caín, Caín, ¿qué has hecho con tu hermano?"

Se despertó sobresaltado. Tenía la ropa pegada al cuerpo, las manos sudorosas y jadeaba como si acabara de hacer un tremendo esfuerzo.

¿Sería posible que su mente hubiera captado los últimos pensamientos de alguna víctima del reciente naufragio en aquellas latitudes? Su psicoanalista aceptaría esa posibilidad: "El inconsciente colectivo", aseguraba; esa fuente común de símbolos y sueños en la que se nutren todas las psiques...

El psicoanalista, ¡claro! En cuanto pusiera pie en tierra tendría que llamarlo para adelantar su cita y comentarle la angustiosa experiencia que acababa de vivir.

El avión tomó tierra sin la menor trepidación. El hombre recogió su equipaje de cabina y se dirigió a la salida. La encantadora sonrisa de una joven que sostenía un cartel con su nombre le dio la bienvenida. Luego, camino del hotel, la joven le fue explicando todos los servicios que el hotel le ofrecía: piscinas con ambientación tropical, saunas, masajes, bebidas frías a discreción, actividades  diarias de animación social, golf... El cielo estaba limpio, el mar se veía sereno. El hotel parecía francamente confortable.

Bueno, tal vez no tuviera que llamar tan pronto a su psicoanalista. De momento, iba a disfrutar de su estancia en Lampedusa...

¿Lampedusa? ¿De qué le sonaba aquel nombre? Tal vez hubiera leído alguna cosa en el periódico durante el vuelo.

¡Ah, sí! El vuelo y sus turbulencias... ¿Quíén pensaba ahora en las turbulencias? Por delante sólo había un cielo limpio, un mar sereno y un hotel francamente confortable..,

Justo lo que necesitaba para su cura de estrés,


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