El sol se asomó sobre la cumbre de las montañas para contemplar su propio esplendor en el espejo terso de la laguna que teñía sus aguas con los matices rosados del amanecer. El viento aún no se había despertado para rizar las tranquilas aguas y, en torno a la orilla, el silencio de la noche se demoraba para espiar a los colores de la mañana.
El joven Ohrim se acercó al borde de la laguna para llenarse de la paz y el sosiego que transmitía aquel rincón de la naturaleza del que él mismo formaba parte. Al borde del agua, en la postura del loto, se situó frente al sol naciente que comenzaba a extender sus rayos sobre el borde opuesto de la laguna y trató de hacer el vacío en su mente para hacerse uno con el agua, con el sol, con el silencio. Y así permaneció algún tiempo hasta que oyó la voz de su maestro que se ocupaba de encender el fuego para preparar el desayudo para ambos.
- Un hermoso día, ciertamente. Demasiado hermoso para desperdiciarlo...
El joven, sorprendido, se volvió hacia su maestro:
- Yo no lo desperdicio, maestro, intento hacerme uno con la naturaleza que me rodea para contribuir a la paz del momento.
- Un magnífico propósito, hijo mío -la sonrisa maliciosa del viejo maestro indicaba que algo se traía entre manos-. ¿Y cuál es el propósito de ese intento tuyo de unirte con la naturaleza para contribuir a la paz del momento?
El joven Ohrim pensó un momento su respuesta mientras el maestro le tendía la escudilla con el desayuno recién preparado.
- Tener un impacto, por insignificante que sea, sobre la realidad del universo, provocar una diferencia al añadir mi deseo de armonía a la armonía de este amanecer.
Maestro y discípulo terminaron su desayuno mientras el sol comenzaba a calentar con su energía la superficie lisa de la laguna. El viejo maestro paseó su vista por el paisaje y, luego, miró fijamente al joven Ohrim.
- ¿Qué impacto ha tenido sobre ti el desayuno que te he preparado?
- Me ha sentado estupendamente, maestro. Te lo agradezco mucho.
- Te propongo un experimento sobre impactos -continuó el viejo mientras recogía la escudilla de su joven discípulo-. Vuelve a concentrarte en tus meditaciones. Pero, esta vez, quiero que intentes transmitir al agua de la laguna todo tu amor, tus deseos de paz y tus intenciones de hacerte uno con las aguas.
El joven miró a su maestro sorprendido.
- Adelante, hijo. Haz lo que te digo. Transmítele al agua toda tu energía positiva.
Durante un buen rato, el joven Ohrim, en la postura del loto y con los ojos cerrados, estuvo enviando oleadas mentales de amor y paz hacia la laguna.
- Ahora, observa el impacto -la voz del maestro sacó a Ohrim de sus meditaciones-. ¿Qué observas?
La superficie de la laguna seguía tersa como un espejo. El sol parecía haberse detenido a contemplar la escena y el silencio había decidido quedarse por las orillas hasta ver en qué concluía todo aquello.
- Nada, maestro: el agua está tranquila, el sol brilla, hay calma en el ambiente.
- Bien, pues ahora quiero que le transmitas al agua toda tu energía negativa. Trata de enviarle a la laguna todas tus frustraciones, tu amargura y tu resentimiento. Todo el odio que seas capaz de encontrar en el fondo de tu alma. Imagina que la laguna es la culpable de todos los males del mundo. Transmítele tu rechazo.
- Pero, maestro...
- Adelante, hijo, no temas nada.
De nuevo, el joven Ohrim, en la postura del loto, se esforzó en activar sus peores sentimientos para enviárselos a las aguas de la laguna hasta que, otra vez, la voz del maestro lo sacó de su ensimismamiento.
- ¿Qué impacto observas, hijo mío? ¿Qué cambios ves en la laguna?
Ohrim escudriñó las aguas con precaución, como si temiera encontrarse el reflejo de aquello que había estado transmitiendo.
- Ninguno, maestro: el agua está tranquila, el sol brilla, hay calma en el ambiente.
El viejo maestro miró a su discípulo con una sonrisa entre maliciosa y tierna.
- Ahora, toca con tu dedo la superficie del agua. Un ligero toque solamente. Adelante, muchacho, hazlo.
Esta vez, Ohrim se puso en pie y se acercó al borde de la laguna. Introdujo su mano en el agua y sintió una caricia fresca y reconfortante. La retiró lentamente y se quedó observando.
- ¿Qué ves ahora, muchacho?
Ohrim tardó un instante en responder.
- Veo ondas, maestro. Se van agrandando y parecen extenderse por toda la laguna.
- Es cierto, hijo mío. Y yo he visto que una rana ha saltado a tu paso.
- Sí, y mis pies han aplastado algunas hierbas.
- Y tu movimiento ha producido una ligera corriente de aire.
-Y yo he aprendido algo nuevo, maestro.
- ¿De veras? ¿Y qué es lo que has aprendido?
El joven Ohrim sonrió abiertamente hacia su maestro:
- Que no son los pensamientos ni los sentimientos lo que causa un impacto en el universo.
- ¿Qué es, entonces, lo que puede hacer que la realidad se transforme?
- Las acciones, maestro. Lo que hacemos. Por poco que sea.
- Por poco que sea... Pero hay que hacerlo...
Comentarios
Publicar un comentario