El prolongado silencio del joven Ohrim y su aire taciturno pusieron en guardia al viejo maestro. No; no era sólo la melancolía propia de la estación de las lluvias que cubría toda la naturaleza con su persistente cortina gris difuminando cualquier perspectiva lo que afligía al muchacho sino que este debía estar pasando una crisis bien honda. Así que el maestro se sentó a su lado, buscando los ojos que querían perderse en la lluvia y le preguntó directamente:
- ¿Qué te ocurre, hijo mío? ¿Por qué este silencio y este triste revoloteo de tus pensamientos?
Ohrim miró a su maestro con ojos afligidos:
- Tú me pediste que buscara las señales del Dios, maestro...
- Bien, ¿y qué has encontrado?
El joven guardó silencio un instante, como si temiera herir con su respuesta la sensibilidad del viejo maestro:
- En las casas hay paro, necesidad; hay niños que apenas tienen para comer...
- ¿No has encontrado también acciones solidarias, hijo mío, recogida de alimentos, comedores y albergues solidarios...?
La mirada del muchacho pareció apagarse un poco más todavía, como si no le bastara la réplica de su maestro. Guardó silencio de nuevo y, luego, prosiguió:
- En todo el mundo hay miseria: el ébola y la malaria diezman la población de los países más desfavorecidos, los desastres naturales se suceden de forma interminable, las guerras arrasan regiones enteras, toda la Tierra parece estar convirtiéndose en un entorno hostil.
El viejo maestro tendió las manos hacia la lluvia para recoger unas gotas en el cuenco de sus palmas para refrescarse el rostro con ellas.
- ¿Y tú qué has hecho ante esto, hijo mío?
- Yo recé mis plegarias, maestro. Como tú me enseñaste. Oré fervientemente pidiendo alguna señal, cualquier cosa, una flor en medio de un pedregal, un rayo de luz rasgando las nubes, algo que me abriera a la esperanza de que el Dios está con nosotros aún en medio de toda esta turbulencia.
- Bien hecho, hijo, bien hecho. ¿Y qué respuesta has hallado?
Los ojos de Ohrim se cuajaron de lágrimas. Sin decir una palabra, el joven desplegó el diario que había traído de su reciente viaje al cercano poblado y se lo tendió al maestro. El anciano ensayó diferentes distancias hasta que consiguió enfocar la visión de sus cansados ojos para leer los titulares del periódico:
- "Matanza en un colegio en la ciudad pakistaní de..."
Terminó de leer la noticia en silencio y, luego, aún permaneció un tiempo sin decir palabra.
- ¿Dónde están las señales, maestro? ¿Dónde está el Dios al que parece que las cosas se le están yendo de las manos?
- Está bien -replicó el anciano-. Creo que ya estás dispuesto a conocer la gran verdad.
- ¿Cuál es esa gran verdad, maestro?
- La gran verdad, hijo mío, es que puede que el Dios, en realidad, no exista.
Ohrim se quedó mirando estupefacto a su maestro.
- Pero... ¿Entonces?
- Entonces, hijo mío, no podemos echarle la culpa ni responsabilizar al Dios de todo esto...
- O sea que los responsables, entonces...
- Sí, hijo mío. Los únicos responsables somos nosotros. Y somos los únicos que podemos poner remedio a todo esto.
- Entonces el Dios...
El maestro señaló las nubes. En aquel momento había dejado de llover. Miró fijamente al joven Ohrim y le explicó calmadamente:
- Entonces el Dios nos envía como señal nuestra rabia, nuestras dudas y nuestro desconcierto para que tomemos las riendas y cumplamos con nuestra parte.
Un sollozo o un suspiro de alivio. Sea lo que fuere lo que salió del pecho de Ohrim quedó guardado en el bosque. En aquel momento asomaba un arco iris...
Este extraño cuento de Navidad quiere ser mi "INFELICITACIÓN NAVIDEÑA".
De todo corazón, seamos lo bastante infelices para empezar a poner remedio a todo esto y para que todos tengamos lo mejor, que es lo que, en realidad nos merecemos.
Con todo mi afecto
Ramiro J. Álvarez
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMe gusta y no dejo de pensar que estos textos que escribes urgan en el fondo de las personas que los leemos, para sacar lo mejor que tenemos como seres humanos.
ResponderEliminarMuchas gracias por mandarnos estos mensajes que nos hacen ser más concientes de todo de una forma sencilla. Gracias