Aquella mañana, Ohrim se despertó mucho antes de que asomara el sol, cuando aún las aves más madrugadoras limpiaban el cielo de sombras con sus trinos para que pudiera asomar el alba y se sentó, inmóvil, junto al lecho de su maestro.
- Maestro -susurró con respeto pero vehementemente en cuanto el anciano hubo abierto los ojos-. Creo que ya sé cuál va a ser mi misión en este lugar.
El maestro se incorporó y, seguido del discípulo, se dirigió a purificarse en el agua transparente del río.
- ¿Y cuál va a ser esa misión, hijo mío?
- Levantaré aquí un templo grandioso para atender a los peregrinos que vendrán de todo el mundo a impregnarse de tu sabiduría.
El anciano, sin decir palabra, terminó sus abluciones y, ayudado por el joven Ohrim, salió del río.
- ¿Un templo más grandioso que éste? -el alba empezaba a encender el horizonte, las flores desplegaban sus pétalos para entregar a la mañana su ofrenda de rocío y los pájaros festejaban el nuevo día prestándole voz al esplendoroso espectáculo de aquella mañana de comienzos del verano- ¿Es que puede haber algo más grandioso que la vida rebosando en este bosque?
¿Un templo más grandioso que éste? -y el anciano tomó algunos nísperos del árbol cercano y se los ofreció a Ohrim como desayuno- ¿Puede haber algo más grandioso que la sencillez de unos frutos que nos sirven de alimento?
¿Un templo más grandioso que éste? -y el viejo maestro apoyó su mano nudosa como un sarmiento sobre el pecho firme de Ohrim- ¿Puede haber algo más grandioso que la vida manifestándose en ti en toda su plenitud?
El joven se quedó perplejo sin saber qué responder. Finalmente, consiguió balbucir:
- Maestro, lo que yo quiero es levantar algo en tu honor; algo que materialice tu sabiduría para que sirva de testimonio a todas las generaciones
El anciano sonrió con un toque de malicia y, luego susurró en el oído de su discípulo:
- "...y cuando yo muera, no busquéis mi tumba sobre la tierra; halladla, más bien, en el corazón de los hombres". Eso me dijo un día mi maestro cuando yo, al igual que tú hoy, andaba buscando la obra que nos inmortalizara.
- Pero, entonces, maestro...
- Entonces, ya que quieres honrarme con la obra de tu corazón, tienes un duro trabajo por delante. ¡Vamos! No tenemos tiempo que perder.
- ¿Y qué es lo que tenemos que hacer, maestro?
- Pues eso -replicó el anciano-; templar nuestro espíritu siguiendo la LEY DE LA COSECHA; ya sabes: hemos de preparar el terreno, seleccionar la semilla, abonar, plantar, regar, aguardar, vigilar... y aceptar que, tal vez, cuando todo parezca estar dispuesto, una helada nos eche a perder el trabajo y tengamos que empezar todo de nuevo.
- Maestro, intuyo lo que me dices, pero no acierto a tenerlo del todo claro.
El anciano sonrió con paciencia.
- ¿Con qué virtud de tu corazón te gustaría honrarme, muchacho?
- No lo sé, maestro; lo que más admiro de ti, además de tu sabiduría, es tu serenidad.
- Cultivaremos entonces SERENIDAD en el terreno de tu corazón: a partir de este momento, debes centrarte en llenar toda tu vida de serenidad: serenar tus acciones, tu mente, tus pensamientos, tus deseos; estar atento a refrenar tus brotes de impaciencia, a tolerar las frustraciones; estar dispuesto a levantarte de nuevo cuando el granizo de las adversidades malogre la pequeña planta que pueda estar brotando y comenzar de nuevo la tarea.
- Maestro -exclamó Ohrim con desánimo-, me parece muy difícil lo que me pides.
- Tanto como a mí me lo pareció cuando me lo propuso mi maestro -le respondió el anciano-.
Entonces, el viejo maestro tomó a su discípulo del brazo y lo hizo girar lentamente mientras le iba mostrando el bosque:
- ¿No es una obra grandiosa? Pues empezó con una pequeña semilla. Y, créeme, hubo tormentas y tornados, incendios e inundaciones. Pero, finalmente, el bosque está formado.
Ohrim permaneció un rato callado; luego, sacudió la cabeza, sonrió y, por fin, dijo:
- "...en el corazón de los hombres". De acuerdo, maestro, ¿por dónde empiezo?
- Ya has comenzado, hijo mío; ya has comenzado
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