Cuando Ohrim se levantó de su lecho
ya llevaba el sol un buen rato alumbrando en lo alto del cielo. Las abejas
rebuscaban entre las flores mientras las aves acuáticas atendían a sus nidadas
o se procuraban la comida a lo largo del río. La naturaleza entera parecía
haber dejado atrás al perezoso que empezó a experimentar un vago sentimiento de
culpa por haber malgastado las primeras horas de la jornada en sus ensueños
estériles.
El maestro, enfaenado en la
construcción de un sencillo cobertizo de cañas, alzó un instante la mirada para
saludar a su discípulo.
-
¿Alguna
preocupación, hijo mío?
-
Me
siento mal por haber cedido a mi pereza perdiéndome lo que ha debido ser un
hermoso amanecer.
-
Pero,
¿no has disfrutado de tu sueño mañanero?
-
Eso
creía, maestro. Me sentía muy a gusto en la tibieza de mi lecho pero, ahora,
veo que hubiera sido mejor levantarme de la cama para tomar consciencia plena
del ritmo de la vida desde el primer resplandor del sol.
El viejo maestro, concentrado en la
tarea de ajustar firmemente los juncos que estaba trenzando, esbozó una sonrisa
comprensiva.
-
Sé
de qué me estás hablando. Yo mismo he experimentado ese sentimiento de
frustración muchas veces a lo largo de mi vida.
-
¿Y
qué puedo hacer, maestro, para librarme de esta sombra de amargura que ahora
empaña mi espíritu?
El anciano dejó un momento su tarea
para ir a sentarse junto al frustrado Ohrim. Allí permaneció un tiempo, en
silencio, escuchando los sonidos de la vida, percibiendo la luz y los aromas de
la mañana que iba ya avanzada. Luego, mirando fijamente a su discípulo comenzó
a hablar.
-
Lo
primero que puedes hacer es atender a tu frustración. Acogerla, darle las gracias por su
presencia y por el mensaje que te trae. Luego, puedes aprender la lección que
te ofrece y empezar a aplicártela a partir de este mismo momento para no
terminar de arruinar tu jornada con vanos remordimientos.
Ohrim miró sorprendido a su maestro.
-
¿El
mensaje que me trae? ¿La lección que me ofrece? ¿Qué mensaje y qué lección son
esos que me dices, maestro?
-
El
mensaje del malestar es el aviso de haber tomado un camino equivocado. Cuando
antes se detecte el aviso, más fácil es retomar la senda correcta.
-
¿Y
la lección, maestro?
El hombre pareció sumergirse un
momento en su propia historia para regresar, de nuevo, a su presente con el
bálsamo de una sonrisa de compasión auténtica hacia su discípulo.
-
La
lección, joven Ohrim, es la Segunda Ley del Tiempo. A mí me ha costado años
enteros descifrarla; tú, en cambio, has tenido la suerte de embeberte de ella en
sólo unos minutos.
-
¿La
segunda ley del tiempo? ¿Y qué ley es esa, maestro?
-
Podríamos
llamarla La Ley de los Plazos –contestó el anciano al tiempo que, sobre la
arena, dibujaba dos líneas que se cruzaban-. O, más bien, la Ley de los Plazos
Contrapuestos.
-
No
lo entiendo, maestro –Ohrim sacudió la cabeza- ¿A qué plazos te refieres?
El maestro reforzó los trazos
cruzados en el suelo.
-
Lo
que resulta agradable a corto plazo, suele ser nefasto a la larga y lo que, a
corto plazo, nos parece penoso, suele reportar mayores satisfacciones a la
larga.
Ohrim se quedó pensativo un rato,
trazando sobre la arena líneas que se entrecruzaban. Luego, comenzó a hablar
consigo mismo:
-
La
comida suculenta resulta agradable en cuanto entra en contacto con nuestra
lengua…
-
Sin
embargo… -el maestro lo animó a continuar su razonamiento.
-
…
A la larga, esa misma comida nos vuelve fofos, débiles y enfermizos.
-
El
estudio es arduo y pesado –el maestro trazó otra línea sobre el suelo- sin
embargo…
-
…A
la larga –Ohrim cortó con otra línea el trazo que había iniciado el maestro-
nos da sabiduría.
-
Y
tú, hoy, has adquirido un poco más de sabiduría, ¿lo ves? Al fin y al cabo,
pese a tu pereza, no has perdido del todo el día.
Ohrim se sintió un poco más animado y
le dio las gracias a su maestro pero éste, casi sin atender a sus palabras, se
levantó con rara agilidad y se apresuró a terminar el cobertizo que estaba
trenzando.
-
¿Qué
pasa, maestro? –Preguntó Ohrim sorprendido.
-
Dentro
de poco tiempo tendremos ocasión de hablar de la tercera ley del tiempo.
-
¿La
tercera ley? –Preguntó Ohrim.
-
Sí,
la ley de La Urgencia y la Importancia.
-
¿La
ley de la urgencia y la importancia?
El maestro señaló hacia un negro
nubarrón que se acercaba:
-
Sí,
la que nos recuerda que para atender debidamente a la importancia de nuestra
búsqueda de la sabiduría es urgente que terminemos este cobertizo antes de que
esa nube empiece a descargar un chaparrón.
Y Ohrim se unió al trabajo de su
maestro, agradecido de que su frustración lo hubiera llevado a sincerarse con
el anciano y de que el nubarrón que se aproximaba fuera el heraldo de una
interesante jornada de aprendizajes bajo el cobertizo de cañas que ya estaba
casi terminado.
Quiero escuchar cuanto diga el maestro...
ResponderEliminarMe siento Ohrim en la distancia y comparto sus inquietudes.
Sencillamente gracias.