Como
el alumno ya estaba preparado, encontró, por fin, a su maestro. Tras una larga
peregrinación y cerca ya del ocaso, el joven Ohrim llegó a la orilla del río
que separa los dos mundos. El anciano,
que parecía estar aguardándolo, apenas tenía luz en sus ojos y en su cuerpo,
cubierto de harapos, no había ya casi materia. Antes de que el alumno tuviera
tiempo siquiera de dirigirle un saludo respetuoso, el anciano rompió a hablar mientras con un aleteo de su huesuda
mano lo invitaba a que tomara asiento:
Tal
vez existan determinadas leyes que establecen las posibilidades, los límites y
las consecuencias de todo cuanto hacemos –comenzó a decir, sin más preámbulo, el
anciano-. Quizás tales leyes emanen del orden del universo o puede que sólo
sean meras consideraciones de sentido común. No están enunciadas de forma
directa en ningún libro sagrado. O puede que estén contenidas en todos ellos.
En todo caso, nosotros las intuimos y todos hemos experimentado sus efectos una
y otra vez. Podemos tenerlas en cuenta o ignorarlas; podemos imaginar que a
nosotros no nos afectan. Las leyes, independientemente de nuestra actitud
personal, actúan con precisión cósmica, nos marcan reglas y nos facilitan
caminos. De nosotros depende luego el transitar por esas sendas o bien ignorar
su trazado.
¿Y
cuáles son esas leyes? -Preguntó el joven Ohrim mientras tomaba asiento sobre
una piedra-.
La
primera –contestó el anciano- es la LEY DEL TIEMPO LIMITADO: Por larga que sea
nuestra vida, disponemos sólo de un corto espacio de tiempo para ejecutar
nuestra obra. Es la primera verdad que debemos tener en cuenta.
Pero
eso es terrible –exclamó el joven-. Si tomamos consciencia de nuestro fin,
viviremos angustiados para siempre.
Al
contrario, mi joven amigo. Si fuéramos eternos, si dispusiéramos de todo el tiempo
del universo, nunca emprenderíamos nada y jamás completaríamos empresa alguna. Todos
nuestros caminos quedarían por andar y nos convertiríamos en unos eternos
aplazadores. En consecuencia, nunca terminaríamos de moldearnos a nosotros
mismos. La finitud no es una maldición de los dioses, sino la bendición con la
que nos ofrecen la oportunidad de colaborar en su obra eterna llevando a cabo nuestra propia pequeña obra.
Ohrim
se quedó pensativo mirando el agua cristalina del río que se teñía del color de
los últimos tonos rojizos del sol poniente.
Es
decir –murmuró casi para sí el joven- que si no fuera por la premura que yo
sentía por encontrarte, jamás me hubiera puesto en camino para llegar junto a
ti.
El rostro
del viejo maestro de los ojos apagados se iluminó por un instante.
Eso
es. Tú ansiedad te movió a buscarme y mi ansiedad me llevó a organizar mi
pensamiento para ser capaz de transmitirte algo del pobre conocimiento que he
adquirido a lo largo de mi tiempo y muchas de las dudas que he dejado sin
respuesta. Tú y yo somos como este río: nadie se baña dos veces en él porque el
agua del primer baño ya ha pasado y quien por segunda vez entra en el agua
nueva, ya no es tampoco la misma persona que probó las primeras aguas. Yo soy
agua pasada y tú eres agua que viene. Yo te dejaré algo y tú aguardarás en esta
misma orilla a que otras aguas nuevas lleguen para que les entregues tu propio
legado. De ese modo, tú y yo, y los que nos precedieron y quienes nos sigan
formaremos parte del río eterno que se alarga a un lado y a otro más allá de
nuestra vista.
Ohrim
guardó silencio. El agua llevaba ahora reflejos de estrellas recién asomadas a
la bóveda plomiza del cielo. A pesar de la serenidad de la noche, una especie
de congoja se adueñó de su pecho.
Maestro
–dijo, al fin-. Háblame un poco más del tiempo.
El
anciano sonrió con aire pícaro.
Hay
un tiempo para cada cosa –le respondió con voz cansada-. Un tiempo para sembrar y
un tiempo para recoger; tiempo para reír y tiempo para llorar. Y, ahora, mi joven amigo, una vez que el sol se ha
ocultado tras las montañas y las estrellas han venido a contemplarse en nuestro
río, creo que es el tiempo perfecto para dormir.
Pero
maestro…
Mañana,
mi joven amigo. Mañana tendremos tiempo de hablar del tiempo…
El
anciano recostó su cabeza contra un árbol y se quedó profundamente dormido.
Ohrim, decidido a velar el sueño de su recién hallado maestro, empezó a contar
las estrellas que titilaban en el agua… hasta que él, también, se quedó dormido.
Conozco tus escritos desde hace muchos años, que son una fuente de aprendizaje.
ResponderEliminarComo le dice el anciano a Ohrim, no debemos de vivir angustiados porque EL TIEMPO DEL INDIVIDUO SEA LIMITADO, aunque sirva de estimulo a emprender y completar alguna empresa, ya que formamos un "continuum" con nuestra descendencia, que es el rio eterno de la evolucion. JOTAPE
Precioso relato. ¿Forma parte de algún libro donde esté completo?
ResponderEliminarGracias por ser, hacer y ofrecer...
Muchas gracias por tu comentario. No, el relato no forma parte de ningún libro... todavía. Sí tengo el propósito de ir esbozando a lo largo de este blog lo que yo entiendo por "Leyes de la vida" junto con estos dos personajes: Ohrim y su viejo maestro
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