Cada día la rutina de siempre: madrugón cotidiano para
encontrarse a los mismos ceñudos compañeros de viaje en la destartalada
furgoneta, parada en la céntrica plaza para recoger el lote de folletos
publicitarios que, a cada cual en su esquina, le correspondía repartir a los
apresurados viandantes que, cada mañana, tratarían de ignorar su presencia para
eludir el engorro de ocupar las manos
con aquellos papelotes que, de mala manera, habrían de terminar, estrujados, en
la papelera más próxima.
A él le hubiera gustado llegar a desarrollar otro tipo de
rutina más apasionante como la que suponía que debían tener los futbolistas que
tanto admiraba o los médicos que le atendían con tanta eficacia cuando sufría
alguno de sus ataques epilépticos. Sí, lo mejor de los goles y de salvar vidas eran
los aplausos de la hinchada o el aplauso silencioso y reverente del reconocimiento
social.
En su caso, su torpeza de movimientos no sólo constituía el
factor que le habría impedido conseguir el más mínimo aplauso en cualquier
deporte sino que, además, era el correlato físico de su lentitud mental tanto
para comprender las cosas más elementales como para desenvolverse con
naturalidad en las situaciones más simples de la vida cotidiana. Por eso, sus
únicas rutinas se limitaban a los hábitos adquiridos en los centros especiales
y tutelados en los que había transcurrido su infancia y juventud: aseo,
ejecución de instrucciones sencillas, respuestas habituales a situaciones
cotidianas y poco más.
De ese modo, él tenía muy claro que estaba condenado a una
rutina muy poco apasionante. Nada de ovaciones, nada de goles ni operaciones de
microcirugía cerebral; lo suyo era pasarse el resto de su vida repartiendo
folletos publicitarios por las esquinas o en los buzones. Por eso, su
frustración con aquella anodina rutina crecía día a día.
Aquella mañana, sin embargo, no se sentía tan desmotivado
como de costumbre. Algún anuncio determinado del montón de papeles que tenía que
repartir le había parecido especialmente interesante: el jamón cocido que se
ofertaba a un precio razonable en el folleto del supermercado junto con la
rueda de sardinas en salazón, también a un precio muy interesante, le
parecieron especialmente sugerentes. Por eso, en lugar de limitarse a tender con
gesto defensivo los folletos publicitarios a los apresurados viandantes que siempre
procuraban esquivarlo, aquel día se los ofreció con una amplia sonrisa al
tiempo que decía: “¡Fíjese qué jamón! ¡Vea qué sardinas tan sabrosas!”
Agotó su mercancía en unas pocas horas mientras que sus
colegas de las otras esquinas tenían aun papeles para repartir durante un buen
rato.
A partir de aquella mañana, antes de comenzar el reparto de
folletos, siempre procuraba echarle un vistazo a la mercancía para ver qué artículos
podía recomendar a sus “clientes”. Poco a poco, su esquina se convirtió en el
punto más concurrido de la plaza en la hora punta del comienzo de la jornada y
frente a su carrito de reparto no era raro encontrarse una pequeña cola de
personas a la espera de sus recomendaciones.
El jefe empezó a pensar de qué manera podría promocionar al
que ahora era su repartidor más eficiente aunque él, en realidad, no necesitaba
ningún ascenso. Se había ganado su aplauso. Ahora, su pequeña rutina cotidiana
tenía un sentido pleno, de ese modo, él se sentía feliz.
Una receta de la
felicidad
Leía, en el suplemento de un periódico, el pasado fin de
semana, un artículo relacionado con la “felicidad” y en él se apuntaba que si
se le preguntara a la gente por las cosas que desearía para asegurarse la
felicidad, la mayoría de las respuestas se referiría a las cosas que constituyen
el vivir cotidiano: la familia, los amigos, los libros que tenemos en la
estantería, las pequeñas rutinas de cada día…
La felicidad al alcance de la mano y, sin embargo, tan
lejana para la mayoría de la gente.
Creo que a la receta que apuntaba la revista le faltaban un
par de ingredientes: Por una parte, el sentido de “flujo” – el “flow” del que
habla el psicólogo Mihalyi Csikszentmihalyi-
y que consiste en esa cualidad que tienen aquellas tareas a las que nos
enfrentamos y que, lejos de ser rutinarias (en el sentido de monótonas) suponen
un cierto reto para nuestras capacidades por lo que requieren nuestra atención
y plena concentración de manera que, una vez que nos implicamos en ellas, el
tiempo transcurre como en un suspiro y llegamos a olvidarnos de nosotros
mismos.
El segundo ingrediente de la felicidad, creo, es el apuntado
por Viktor Frankl, el autor de “El hombre en busca de sentido”: el SENTIDO que
le damos a nuestra actividad, a nuestra rutina, y que no está o no se deriva de
aquello que hacemos sino del cómo y por qué lo hacemos. Cambiar el pañal a un
bebé, por poner un ejemplo, puede ser una actividad ciertamente desagradable si
la enfocamos desde nuestra comodidad personal o perfectamente sublime cuando lo
hacemos desde el amor y la entrega.
Repartir folletos, apretar tornillos en una cadena de
montaje, ir de cena con los amigos o acompañar a un enfermo pueden tener un
carácter agradable o desagradable. Pero su SENTIDO no hay que buscarlo en esas
mismas acciones; somos nosotros, al llevarlas a cabo, quienes le DAMOS un
SENTIDO a nuestras acciones.
Parafraseando a Viktor Frankl, podríamos considerar que la
vida no TIENE un sentido; somos nosotros quienes tenemos que DARLE sentido a
nuestra vida.
Aunque, meramente, nos dediquemos al “buzoneo” de ideas
controvertidas.
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